La terraza estaba iluminada por las guirnaldas, pero yo no veía nada más que Vida. Cada curva, cada centímetro de su piel me quemaba los ojos. Su vestido pegado a su cuerpo me hacía imaginar lo que había debajo y un fuego comenzó a arder dentro de mí. Dios, cómo quiero cada parte de ella.
La tomé entre mis brazos y sentí su calor envolverme. Su cuerpo encajaba perfecto en el mío, y no podía creer que fuera real. Mis manos empezaron a recorrerla, lento, pero cada roce me aceleraba más. Cada gemido suyo era un disparo directo a mi deseo, y pensé: No puedo esperar, no quiero esperar. La necesito ahora.
Nuestros labios se encontraron. Primero suave, húmedo, luego urgente. Su lengua exploraba la mía y yo quería devorarla. Subí mi mano por su espalda hasta la base de su cuello; sentí cómo temblaba bajo mis dedos y me volví aún más salvaje. Toda ella me pertenece esta noche.
—Vida… confía en mí —susurré, aunque en realidad era un intento de controlarme a mí mismo. Esta urgencia que sentía era demasiado.
Su frente contra la mía, su respiración rápida mezclada con la mía, su calor abrazándome… Todo me estaba matando de deseo. Mis pensamientos se mezclaban: cada gemido suyo me hace perder la cabeza, quiero devorarla, quiero sentirla toda dentro de mí, ahora.
Desabroché su vestido lentamente, pero la paciencia era solo apariencia. Besé cada piel que quedaba al descubierto y la brisa levantaba la tela. Quiero todo de ella, cada centímetro de su piel. Quiero memorizarla con mi boca y mis manos.
Cuando el vestido cayó al suelo, su piel desnuda brillaba bajo la luz cálida de las guirnaldas. Dios… es perfecta. Solo mía esta noche.
—Eres perfecta —le dije, y mi boca no podía esperar. Mis labios comenzaron a recorrerla, lento primero, luego más urgentes.
Besé sus pechos sobre la tela de su ropa interior. Su respiración se volvió agitada, sus gemidos me volvían loco. Aparté los tirantes con impaciencia y sentí la suavidad de su piel. Cada pezón, cada curva, cada estremecimiento suyo era como electricidad directa a mi deseo. Quiero que grite mi nombre mientras la devoro.
Descendí por su abdomen, dejando un rastro de besos, lamiendo suavemente hasta sus muslos. Cada temblor suyo era gasolina para mi fuego. Mis manos se aferraban a sus caderas mientras ella se tocaba tratando de calmarse, y yo pensaba: No hay manera de calmar esto, la quiero toda ahora.
Me desnudé, sin apartar la mirada de ella. Piel con piel, la temperatura subió al instante. La besé otra vez, con intensidad. Mis manos bajaban por su espalda hasta sus nalgas, apretándola contra mí, sintiendo su calor y dejándome consumir por él. Nunca había deseado a nadie así. La necesito. Toda.
—Confía en mí —le repetí, pero sabía que ya no hacía falta. Sus ojos decían todo: soy tuya, Miguel, haz lo que quieras.
Saqué un preservativo, rápido y seguro. Vida me miró y sonrió, un brillo travieso en los ojos, mientras yo lo desenrollaba. El acto de protegernos no disminuía ni un ápice mi deseo; al contrario, me hacía sentir más seguro, más concentrado en ella, en sentirla y hacerla mía.
Me arrodillé frente a ella, besando el interior de sus muslos, rozando el lugar donde ardía su deseo. Cada gemido, cada temblor me volvía más salvaje. Su cuerpo se arqueaba, sus uñas se hundían en mi espalda, y yo no podía detenerme. Quiero sentirla más, devorarla toda. No puedo esperar.
La llevé al sofá, recostándola sobre los cojines. Subí sobre ella, alineando nuestros cuerpos. La respiración se me entrecortaba, y un último beso profundo nos unió antes de deslizarme lentamente dentro de ella, con el preservativo puesto. Contuve el aliento al sentirla estrechándome, y un pensamiento me atravesó: No quiero que esto termine nunca.
—Mírame —susurré, acariciando su rostro—.
Sus ojos me dieron todo lo que necesitaba. Comencé a moverme lentamente, sintiendo cómo su cuerpo respondía con cada empuje. Sus manos en mis hombros, sus pechos contra los míos, cada gemido suyo me volvía más adicto. Esto es mío, esta piel, este cuerpo, sus gemidos… todo.
Aumenté el ritmo, alternando embestidas profundas con otras más rápidas. Me detuve solo para besarla con fuerza o acariciar su interior de muslos. La sentí retorcerse bajo mí, desesperada, y eso me hizo gemir con un gruñido casi animal.
—No pares… —jadeó, y se aferró a mi espalda.
Obedecí, sin pensar en nada más que en ella. Cada contracción de su cuerpo, cada gemido, cada temblor me empujaba más cerca de mi clímax. La sentí venir primero, y sus gritos me atravesaron de lado a lado. Luego me derramé dentro de ella segundos después, hundiendo mi rostro en su cuello y sintiendo cómo se apretaba contra mí.
Quedamos inmóviles, respirando con dificultad. La luz de las guirnaldas iluminaba nuestra silueta sudorosa, y la brisa solo hacía que la piel caliente se erizara más. La besé en la frente, acariciándole el rostro, intentando memorizar cada detalle de ella, cada sonido que me volvía loco.
—Te amo —susurré, ronco.
—Y yo a ti —respondió, abrazándome con fuerza—. Esta noche será nuestra para siempre.
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Quedamos recostados, cuerpos entrelazados, respirando al unísono. La brisa acariciaba nuestra piel sudorosa y cálida, y cada roce, cada contacto me hacía sentirla aún más mía. Mis dedos dibujaban lentamente líneas perezosas por su espalda, y ella se acurrucaba contra mí, dejando escapar un suspiro de satisfacción.
—Nunca imaginé que algo así… —empezó ella, la voz aún baja, cargada de emoción y ternura—… pudiera sentirse tan perfecto.
—Yo tampoco —respondí, besándole la frente—. Ni en mis sueños más locos.
Nos miramos un momento, la intimidad del silencio hablaba más que cualquier palabra. Luego, Vida se apoyó sobre mi pecho, escuchando los latidos de mi corazón, y sonrió.
—¿Sabés qué me da miedo, Miguel? —dijo con un hilo de duda, mientras acariciaba mi hombro—. Que llegue el momento de irme a Argentina y… no sé… que esto se haga difícil.
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Editado: 22.08.2025