A destiempo

Capítulo 36: Despertar a tu lado.

El primer rayo de sol acarició la terraza, colándose entre las guirnaldas como un hilo dorado que iluminaba suavemente la piel de Miguel. Abrir los ojos fue un acto delicado, casi temerario, como si despertar significara romper la magia que la noche anterior había tejido entre ellos. Allí estaba Vida, dormida a su lado, enredada en la manta que habían improvisado, con el cabello revuelto cayéndole sobre la frente, un mechón acariciando sus labios. Su respiración pausada y rítmica era un poema silencioso, un susurro que le hablaba de la calma que sólo la presencia de ella podía darle.

Por un instante, Miguel olvidó todo: el mundo, la casa, las voces lejanas que ahora empezaban a despertar. Solo existían ellos dos, envueltos en la memoria ardiente de cada caricia y cada beso que habían compartido, en la complicidad de miradas que decían más de lo que cualquier palabra podría. La terraza, bañada por la luz suave del amanecer, parecía haberse transformado en su isla privada, un refugio donde la realidad y el deseo se entrelazaban sin fronteras. La brisa fresca de la mañana acariciaba su piel, recordándole la fragilidad de ese momento, la necesidad de cuidarlo y atesorarlo antes de que el mundo reclamara su presencia.

Debían moverse antes de que alguien los encontrara allí, desnudos y marcados por la pasión de la noche. Miguel respiró hondo, tratando de no romper el hilo delicado de aquel despertar, y se incorporó lentamente, sintiendo el frío de la mañana recorrerle la espalda, mezclándose con el calor residual de su piel y el de Vida. Cada movimiento era una danza silenciosa, un acto de cuidado y de amor que decía más que cualquier palabra.

Vida se removió entre las mantas, emitiendo un leve quejido adormilado. Sus ojos se entreabrieron y buscaron los de él, encontrándolos con esa intensidad que aún guardaba el recuerdo de lo que habían compartido. Una sonrisa suave se dibujó en sus labios y Miguel no pudo evitar sonreír también, su corazón latiendo con fuerza, lleno de una mezcla de ternura y deseo.

—Buenos días… —susurró Vida, la voz ronca de sueño, cargada de un eco de la pasión compartida—.

—Buenos días, preciosa —respondió Miguel, inclinándose para rozarle los labios con un beso breve, suave, apenas un roce—. Tenemos que bajar antes de que alguien se despierte.

Ella parpadeó, confundida, como si tratara de recordar dónde estaba, y luego lo miró de nuevo, con los ojos brillantes y cálidos. La luz del amanecer iluminaba sus rasgos, resaltando la suavidad de su piel y el desorden encantador de su cabello, y Miguel sintió que su corazón se apretaba con una mezcla de amor y ansiedad por el tiempo que pronto los separaría.

—Dame un minuto… —murmuró, estirándose y cubriéndose con la manta, mientras se incorporaba lentamente.

Miguel aprovechó esos segundos para recoger la ropa esparcida por el suelo, doblando con cuidado cada prenda, como si al tocarla pudiera conservar un poco del calor de la noche. Cada movimiento era un acto silencioso de cariño: su pantalón, el vestido de Vida cuidadosamente doblado, la manta que los había envuelto y protegido. Todo tenía el peso de la memoria y la ternura.

Mientras ella se vestía, Miguel no pudo evitar observarla en silencio, absorbiendo cada detalle: el modo en que se inclinaba para ponerse la blusa, cómo su cabello caía sobre los hombros, la curva de su cuello al girarse ligeramente. Cada gesto era un recordatorio de por qué la amaba tanto, de la intensidad de sus sentimientos y de la certeza de que nada ni nadie podría borrar la conexión que los unía.

Cuando Vida terminó de vestirse, Miguel la miró con una mezcla de orgullo y adoración. La tomó de la mano y entrelazó sus dedos con los de ella, sintiendo el calor de su piel como un ancla que lo mantenía presente, mientras bajaban las escaleras con pasos suaves, sincronizados, como si cada latido marcara el ritmo de su complicidad. La madera de la escalera crujía apenas, recordándoles que el mundo a su alrededor aún dormía, y cada sonido se volvía un susurro compartido entre ellos.

El mundo seguía dormido a su alrededor. Miguel no dejaba de observarla, de memorizar la curva de su cintura bajo la tela, el movimiento de su cabello al caminar, la manera en que sus ojos se iluminaban cuando lo miraban. Todo era un instante frágil y precioso, un tesoro que sabía que la distancia próxima pondría a prueba. Cada vez que sus dedos se rozaban al caminar, Miguel sentía un pequeño choque de electricidad que lo hacía sonreír por dentro, un recordatorio de que su amor era tan intenso como la pasión que habían compartido horas antes.

Al llegar a su piso, Miguel la acompañó hasta la puerta de su cuarto. Se detuvo, sin soltar su mano, y la miró con la intensidad de quien teme que un segundo de descuido pueda borrar todo lo que siente. Sus ojos buscaban los de Vida, encontrando allí el reflejo de su propio amor, la certeza de que lo que habían vivido no podía ser deshecho por kilómetros o tiempo.

—Vida… —dijo Miguel, la voz cargada de ternura, de emoción contenida—. No sabes lo feliz que me haces. Cada momento contigo… cada risa, cada susurro, cada beso… es todo lo que siempre soñé.

Vida apoyó la frente contra su pecho, sintiendo cómo su corazón latía al mismo ritmo que el de él, cómo cada palabra resonaba en su interior como un eco de su propia emoción. Sus manos se aferraron a la camiseta de Miguel, buscando la cercanía que necesitaba, y por un instante, el mundo entero desapareció de nuevo, dejando solo el calor de aquel abrazo.

—Miguel… —susurró, con la voz apenas audible, temblando un poco de emoción—. Yo también… yo también me siento así.

Miguel inclinó la cabeza y plantó un beso largo y suave sobre sus labios, prolongándolo como si cada segundo pudiera fijar en ellos la certeza de su amor. Sus manos recorrieron suavemente su rostro, su cabello, su espalda, como si pudiera retener en esos gestos todo lo que la distancia intentaría arrebatar.




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