Habían pasado un par de días desde aquella noche en la terraza, desde el momento en que Miguel y Vida compartieron la intimidad que los había unido más allá de cualquier distancia. Durante esos días, cada instante entre ellos se convirtió en un juego delicado de miradas, sonrisas cómplices y toques furtivos que los mantenían conectados incluso en medio del bullicio de la casa.
En el desayuno, mientras todos aún dormían o charlaban distraídos en la cocina, Miguel rozaba su mano con la de Vida bajo la mesa. Un roce rápido, apenas perceptible, pero suficiente para que un escalofrío recorriera ambos cuerpos. En la sala, mientras ayudaba a acomodar algunos platos, Vida le lanzaba miradas cargadas de promesas silenciosas; Miguel correspondía con un guiño, un leve arqueo de ceja, o un beso robado en el borde del labio cuando nadie miraba.
—No puedo creer que aún tengamos que fingir —susurró Vida, apoyando la cabeza en su hombro mientras compartían la tarde sentados en la misma reposera.
—Tranquilidad… —repitió Miguel, rozando su mano contra la suya—. ¿Quién puede fingir cuando te tiene frente a él?
Esas pequeñas caricias se repetían durante los días siguientes: un roce de dedos al pasar por la cocina, un beso rápido cuando se cruzaban en el pasillo, risas contenidas cuando alguien entraba inesperadamente. Cada gesto, cada mirada, fortalecía el vínculo que habían sellado en la terraza y lo hacía más intenso, más urgente.
Cuando llegó el día que Miguel había planeado, la ciudad parecía rendirse ante ellos. Caminaban por las calles de Madrid, tomados de la mano, intercambiando besos rápidos en cada esquina, como si la ciudad fuera testigo silenciosa de su amor y deseo. Miguel no dejaba de observarla, disfrutando cada curva de su cuerpo, cada gesto travieso de Vida que lo hacía arder. Cada semáforo era una excusa para rozarse, cada calle un pretexto para acortar la distancia con sus labios.
—Mirá cómo brilla el sol —dijo Vida, entrelazando sus dedos con los de él—. Hoy parece que Madrid es solo nuestra.
—Exactamente —respondió Miguel, inclinándose para besar su frente—. Cada adoquín, cada rincón… todo nos pertenece por hoy.
Se detuvieron en el Retiro, y Vida no pudo resistir la tentación. Al posar para una foto, se acercó a Miguel, frotando su cuerpo contra el suyo y susurrándole con voz ronca y juguetona:
—No sé cuánto voy a aguantar —susurró Vida mientras lo miraba a los ojos, desafiándolo con la mirada.
—Ni yo —respondió Miguel, sintiendo cómo su corazón se aceleraba—. Todo lo que quiero es que esto termine en nuestra habitación. Ahora.
Vida le respondió con un beso rápido, pero cargado de hambre, dejando que su lengua rozara la de el en un roce breve pero suficiente para acelerar sus latidos.
Mientras paseaban, los juegos de caricias aumentaban. Una mano que se deslizaba por la cintura, un roce de piernas en una banca, besos rápidos detrás de un árbol; cada gesto era una provocación que los mantenía al límite. Vida se mostraba cada vez más atrevida, mordiendo su labio con picardía cuando Miguel rozaba su cadera con la suya, susurrándole palabras cargadas de deseo:
—Tú no te imaginas cuánto te necesito… cuánto me vuelves loco.
Vida respondía con un suspiro, tomandolo de la mano y entrelazando sus dedos con fuerza, mientras se acercaba para un beso más largo, húmedo, cargado de urgencia. La excitación crecía en ambos, y la tensión sexual, contenida por las calles y el parque, se hacía insoportable.
Al caer la noche, Miguel la llevó a un hotel discreto, elegido solo para ellos, donde podrían dejar que la pasión que había ido creciendo durante el día explotara sin límites.
La habitación estaba bañada por la luz cálida de la lámpara, pero ni eso ni el silencio podían contener la electricidad que los rodeaba. Miguel cerró la puerta detrás de ellos y, sin soltar a Vida, la atrajo hacia sí con un movimiento rápido, cargado de deseo. Sus cuerpos chocaron, y los labios se encontraron con urgencia, besos profundos, húmedos, posesivos, donde cada segundo parecía demasiado breve. Miguel deslizó sus manos por la espalda de Vida, recorriendo la curva de su columna, apretando suavemente, mientras ella se arqueaba instintivamente, rozando su torso, sintiendo el calor que emanaba de él.
—Hoy… hoy quiero que seas sólo mía —susurró Miguel al cruzar la puerta de la habitación.
—Siempre soy sólo tuya—repitió Vida, apoyando la frente contra la de él—. Cada instante, cada beso, cada roce… todo es solo tuyo.
La habitación se llenó de un silencio cómplice. Miguel la tomó suavemente de la cintura, acercándola a él. Sus labios se encontraron con urgencia contenida, mientras sus manos recorrían la espalda, la cintura, los muslos, explorando cada reacción. Cada suspiro, cada gemido, cada roce encendía un fuego imposible de apagar.
—No puedo esperar más —susurró Miguel, la voz cargada de deseo—. Eres demasiado para mí, Vida. Me tienes completamente.
Con un movimiento natural pero cargado de pasión, la levantó por las nalgas y la apoyó contra la pared. Sus cuerpos se presionaron, explorando sin pausa cada centímetro. Sus labios se encontraban en besos húmedos y urgentes, mientras sus manos se recorrían con hambre.
Vida, con un suspiro cargado de lujuria, subió las manos hasta el cuello de Miguel, bajando lentamente por su pecho, tocando cada músculo con audacia, rozando sus pezones con un juego atrevido que hizo que un gruñido escapara de su garganta. Miguel, en respuesta, la llevó suavemente hacia la cama, sus labios no abandonando los de ella ni un segundo, mientras sus manos desabrochaban los botones de su blusa, acariciando con delicadeza y hambre la piel descubierta. Vida se dejó guiar, despojándose de la ropa con movimientos temblorosos de anticipación, mientras cada prenda que caía dejaba su cuerpo más vulnerable y deseable, más expuesto al hambre de Miguel.
Él bajó la cabeza hacia su cuello, lamiendo y mordisqueando, dejando marcas que la hicieron gemir, temblar, desearlo aún más. Sus manos encontraron sus pechos, y Miguel los tomó con firmeza mientras sus labios y lengua jugaban con sus pezones, alternando succión y mordiscos suaves que la hicieron arquear la espalda y gemir más fuerte. Vida, atrevida, no esperó; sus dedos bajaron por el torso de Miguel, acariciando, explorando, jugando con la tensión que ya la consumía, sintiendo cómo su miembro respondía al instante, duro, palpable bajo su mano, deseoso de ella.
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Editado: 22.08.2025