Miguel y Vida volvieron del bullicio de Madrid abrazados, con el corazón latiendo al mismo ritmo y la sensación de que nada ni nadie podría separarlos. Cada calle, cada parque, cada rincón recorrido durante esos días se había convertido en un hilo invisible que los unía aún más, y cada roce, cada suspiro compartido en la ciudad se sentía ahora como una promesa silenciosa de lo que vivirían juntos, aunque la distancia se interpusiera.
Al llegar a la casa, el aire cálido del pueblo los envolvió. Esa noche, los abuelos Paco y María habían preparado una cena especial para despedir a Vida, que dentro de pocos días regresaría a Argentina. La mesa estaba iluminada por velas, los aromas familiares llenaban la casa y, en cada rincón, se percibía el afecto y la gratitud que los acompañaba desde que Vida había llegado.
Paco tomó las manos de Vida con suavidad, su voz temblando de emoción mientras sus ojos brillaban.
—Vida… gracias por aparecer en nuestras vidas. Por tu cariño, por ser tan especial… por enseñarnos a tomar mates como nadie antes lo hizo, por escucharnos… y sobre todo, por devolvernos la alegría.
Vida sonrió, conmovida, mientras un calor agradable se extendía por su pecho. María se acercó y la abrazó con fuerza, rodeándola con el cariño de una madre que había ganado una hija inesperada.
—Eres una más de esta familia desde ahora, Vida —dijo, con la voz cargada de emoción—. Has traído luz a nuestra casa y amor a nuestros corazones. Nunca lo olvides.
La madre de Miguel y Clara, con una sonrisa radiante, se unió al abrazo, mirándola a los ojos con sinceridad.
—Haces honor a tu nombre, Vida —susurró—. Eres un sol de persona. Nos devolviste la vida, la alegría y la calidez que necesitábamos. Gracias por todo lo que nos diste en estos meses.
Vida, conmovida, tomó un momento para agradecer a todos con voz suave pero firme:
—Gracias… de verdad —dijo—. Gracias por aceptarme, por abrirme las puertas de su hogar y de sus corazones. Gracias, Clara, por dejarme compartir tu casa y tu tiempo, por enseñarme a sentirme parte de algo tan hermoso. Y a ti, Miguel… gracias por dejarme entrar en tu corazón. Cada momento a tu lado ha sido único, y me llevo cada sonrisa, cada caricia, cada palabra compartida como un tesoro.
Clara, con los ojos brillantes y una sonrisa cálida, la abrazó y susurró:
—Estoy muy feliz de haber vivido este tiempo juntas. Ahora te toca a ti recibirme en Argentina, y sé que la experiencia será increíble.
Miguel se acercó a Vida, tomando su rostro entre las manos, mirándola con la intensidad de quien sabe que cada palabra es necesaria, que cada gesto quedará grabado para siempre. Frente a todos, su voz firme y clara expresó lo que su corazón no podía callar:
—Vida… te amo. Soy muy feliz a tu lado. Nada ni nadie podría hacerme sentir lo que siento cuando estoy contigo.
Vida apoyó la frente contra la de él, respirando hondo mientras lágrimas silenciosas recorrían sus mejillas. Cada palabra, cada abrazo, cada mirada compartida era un recordatorio de la conexión profunda que los unía y de que, aunque pronto habría distancia, el amor que sentían no se desvanecería.
La cena continuó entre risas, recuerdos y anécdotas, pero la mirada de Miguel y Vida decía más que cualquier palabra. Sus manos se encontraban bajo la mesa, entrelazadas, mientras sonrisas cómplices cruzaban de un lado a otro. Cada roce era un recordatorio silencioso de que su amor, su complicidad y la pasión que los había unido en Madrid se mantenían intactos, indestructibles.
Después de la cena, cuando la casa se fue quedando en calma, Miguel y Vida buscaron un momento a solas. Se dirigieron al patio, donde la hamaca de hierro los esperaba. Se sentaron juntos, pegados, las manos entrelazadas como si en ese contacto pudieran detener el tiempo y contener la inevitable tristeza de la despedida. La brisa suave de la tarde acariciaba sus rostros, pero nada calmaba la intensidad de lo que sentían.
Vida apoyó la cabeza en el hombro de Miguel, cerrando los ojos, mientras un nudo en la garganta amenazaba con quebrarla. Miguel la abrazó con fuerza, sintiendo cómo el corazón le dolía de anticipación, cómo la respiración le faltaba con cada segundo que pasaban juntos, consciente de que cada instante contaba. Sus dedos recorrían con ternura la espalda de Vida, mientras ella subía las manos por su torso, acariciando y explorando con delicadeza, como si quisiera guardar su calor en cada fibra de su piel.
—No quiero irme… —susurró Vida, la voz quebrada—. No quiero perder esto.
Miguel inclinó la cabeza y la besó primero con suavidad, dejando que ese contacto calmara un instante la tormenta de emociones. Luego, sus labios buscaron los de ella con más urgencia, un beso largo, húmedo, lleno de necesidad, mezclando deseo y ternura, uniendo dolor y pasión en un solo suspiro.
—Vida… —murmuró, con la voz ronca y cargada de emoción—. Me duele el pecho solo de pensar que te vas… que no podré abrazarte cada día… que no podré mirarte cada mañana.
Ella lo miró, los ojos llenos de lágrimas, y en ese instante ambos compartieron un silencio profundo, cargado de todo lo que no podían expresar con palabras. Sus manos recorrieron los rostros del otro, se rozaron los labios con lentitud, con miedo a separarse, a que cada segundo fuera el último. Cada beso era un ancla, cada caricia un recordatorio de que el amor que compartían no conocía fronteras.
Vida apoyó la frente contra la de Miguel, sus respiraciones mezclándose. Sus manos se aferraban a él como si no quisieran soltarlo nunca, mientras Miguel sentía que le faltaba el aire, que cada latido de su corazón era un eco de amor y de la inevitable despedida que se acercaba.
—Te amo… —susurró Vida entre sollozos—.
—Te amo como nunca creí que fuera posible —respondió Miguel, dejando que sus labios recorrieran la frente, las mejillas, cada gesto suyo—. Siempre vas a estar conmigo, aunque estés lejos. Siempre.
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Editado: 22.08.2025