El alta de Valeria llegó dos días después. Miguel había pasado esas jornadas en el hospital, sentado en la incómoda butaca junto a su cama, con los padres de ella rondando en silencio. El padre, serio, apenas decía palabra; la madre, en cambio, se desvivía en cuidados, sin apartarse ni un segundo de la hija. Miguel permanecía allí como un guardián extraño, atrapado en un lugar donde no quería estar, pero incapaz de marcharse después de todo lo ocurrido.
La salida fue lenta. Valeria, pálida y frágil, caminaba apoyada en el brazo de su madre mientras Miguel cargaba una pequeña bolsa con sus cosas. Nadie habló durante el trayecto en coche hasta la casa de sus padres. Solo el murmullo de la radio llenaba el aire, interrumpido de vez en cuando por el sollozo contenido de Valeria.
Al llegar, los padres la ayudaron a bajar y entraron con ella. Miguel se despidió rápido, asegurándoles que pasaría a verla en los próximos días, y se encaminó hacia su casa con un nudo en la garganta.
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El ambiente en la vieja casa de piedra estaba cargado. Apenas cruzó la puerta, se topó con Clara en el pasillo. Ella lo miró fijo, con los ojos encendidos de rabia y decepción.
—Ya era hora de que dieras señales de vida —escupió, sin rodeos—. ¿Sabes todo lo que ha pasado aquí mientras tú estabas desaparecido?
Miguel bajó la vista, agotado.
—Clara, no empieces, por favor…
—¿Que no empiece? —su voz se quebró, entre bronca y dolor—. ¡La vimos subir a ese avión sola, Miguel! ¿Tienes idea de lo que fue verla llorar, buscándote por todas partes, sin entender nada?
El abuelo Paco apareció desde la sala, apoyado en su bastón, con el ceño fruncido.
—Tu hermana tiene razón, hijo —dijo con voz grave—. Esa muchacha te entregó el corazón, y tú la dejaste rota.
Miguel sintió que el aire le faltaba.
—No podía dejar a Valeria tirada… —murmuró, como justificándose.
—Nadie te dice que la dejaras tirada —replicó Paco, con dureza—. Pero tenías que decirle algo a Vida. Un mensaje, una palabra. ¡Algo! No se abandona así a quien se quiere.
Clara lo miraba con lágrimas en los ojos, apretando los puños.
—La tuve que abrazar yo, Miguel. Le tuve que prometer que estabas bien. Y mientras tanto, tú aquí, callado, como si ella no importara.
El silencio pesó un instante, hasta que la abuela María salió de la cocina, secándose las manos en el delantal. Caminó despacio hasta ponerse junto a Miguel y, con un gesto suave, le acarició el brazo.
—No le juzguéis tan rápido —dijo, con la calma que siempre imponía—. Valeria estuvo cuando Miguel la necesitó. Fue ella la que lo sostuvo cuando murió su padre, cuando ninguno de nosotros podía con el dolor. No es fácil darle la espalda a alguien que te salvó en su momento.
—Eso lo entendemos, María —replicó Paco, sin suavizar el gesto—. Pero también hay que entender que ahora Miguel tiene otra vida. Y esa vida es Vida.
Miguel cerró los ojos un instante, sintiendo que las palabras de todos lo atravesaban. La abuela tenía razón: Valeria lo había ayudado en la etapa más oscura de su vida. Pero también Paco y Clara tenían razón: había fallado a la mujer que amaba.
Se dejó caer en la silla del comedor, derrotado.
—No sabéis lo que es tener la culpa pegada al cuerpo… —susurró—. Siento que, haga lo que haga, pierdo. Si me quedaba con Valeria, traicionaba a Vida. Si me iba, quizá hoy estaríamos llorando una muerte.
Clara lo miró con el corazón blando, aunque la bronca seguía viva.
—No es lo que hiciste, Miguel. Es lo que no hiciste. Y eso, ahora, lo está pagando Vida en Buenos Aires, sola.
Las palabras quedaron flotando en el aire, como un juicio del que no podía defenderse.
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Esa noche, encerrado en su habitación, Miguel agarró el móvil y abrió la conversación con Vida. El último mensaje de ella seguía en la pantalla: “Por favor, no me hagas esto. Dime algo.”
Escribió con manos temblorosas:
"Vida, lo siento. Tengo que explicarte. No me odies."
El mensaje salió.
Dos tildes azules. Ella lo había leído.
Pero no contestó.
Y ese silencio fue como un océano que lo arrastraba al fondo.
La casa parecía enorme y vacía, aunque estaban todos dentro. Miguel caminaba sin rumbo, de la cocina al salón, del salón al pasillo, como si buscara algo que había perdido para siempre. Se sentía hueco, como si le hubieran arrancado un pedazo del pecho y ahora caminara con un agujero abierto que no dejaba de sangrar.
El móvil pesaba como una piedra en su mano. Lo desbloqueó otra vez, con un nudo en el estómago.
Lo mismo: silencio.
El doble tic azul del último mensaje y después nada. Vida no quería saber de él.
Se echó hacia atrás en el sofá y se cubrió la cara con las manos. Sentía las sienes palpitando. Se repetía a sí mismo que había hecho lo correcto, que no podía haber actuado de otra manera: si no iba donde Valeria lo llamó, quizá ahora estaría muerta. Pero el precio había sido altísimo.
Podía verla claramente en su mente: Vida bajando del avión en Buenos Aires, rodeada de su familia, intentando sonreír con la voz quebrada, revisando el móvil con la esperanza de ver su nombre en la pantalla. Y él… él no estaba allí.
—Soy un hijo de puta… —susurró, la voz rota, y las lágrimas le escocieron en los ojos.
El recuerdo de Valeria era un peso insoportable. La carta que le había dejado, escrita con rabia y desesperación: “Si tú no estás conmigo, ya no quiero vivir.”
¿Cómo ignorar eso? ¿Cómo mirar a los padres de ella si ocurría una tragedia?
Y, sobre todo, ¿cómo olvidarse de que, cuando su propio padre murió, Valeria había sido la única en sostenerlo? Se lo recordaba a cada rato, con palabras que se le clavaban como cuchillos: “Yo estuve allí cuando nadie más quiso estar. Yo te levanté del suelo.”
Y tenía razón.
Pero no era amor lo que sentía ahora.
El amor lo había encontrado en Vida, en su risa contagiosa, en su manera de mirarlo como si él fuera mejor de lo que realmente era.
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Editado: 22.08.2025