En casa, la rutina parecía la misma de siempre, pero nada era igual. Cada pequeño gesto, cada rincón de Buenos Aires, le recordaba Madrid, la intensidad de los días compartidos, la risa, los paseos, los besos robados… y, sobre todo, la ausencia de Miguel.
—¿Quieres un té? —preguntó su madre, tratando de distraerla mientras Vida dejaba las maletas.
—Sí, gracias —respondió, mientras el aroma familiar llenaba la cocina y le daba un instante de consuelo.
Intentó comunicarse con Miguel. Cada mensaje enviado, cada llamada sin respuesta, aumentaba la ansiedad y el dolor. La incertidumbre la consumía. Cada vez que su teléfono vibraba, su corazón saltaba… pero no era él. Cada mensaje de Clara, intentando tranquilizarla, era apenas un bálsamo que no alcanzaba a curar la herida.
—Está bien… —susurró Vida, leyendo y releyendo un mensaje de Clara que decía que Miguel estaba bien, que le contaría todo cuando pudiera—. Confío en él… pero duele tanto…
Los días pasaban lentos, pesados. Cada mañana, cada sonido de la ciudad, cada mensaje sin respuesta de Miguel, era un recordatorio de que la distancia se había interpuesto entre ellos de la manera más cruel. Intentaba distraerse con su familia, con el café, con las caminatas por los barrios que conocía desde siempre, pero nada lograba llenar el vacío que sentía en el pecho.
En las noches, cuando todo quedaba en silencio, se permitía llorar en la intimidad de su habitación. Miraba por la ventana, recordando los paseos por Madrid, el calor de su mano, la certeza de sus abrazos. Imaginaba cómo él la estaría pensando, cómo su voz le estaría llegando en algún momento, aunque no supiera aún lo que había pasado. Cada recuerdo la hacía suspirar, y a la vez, le arrancaba un dolor punzante.
—No entiendo por qué no contesta… —murmuró, abrazando una almohada—. No entiendo qué ha pasado…
Su familia intentaba acompañarla. Su madre le tomaba la mano mientras le decía:
—Vida, todo se va a aclarar. Miguel te ama. Confía en él.
—Lo sé… —respondió, con un hilo de voz, intentando creérselo mientras el corazón le dolía en silencio.
Los recuerdos de Madrid se mezclaban con la vida que ahora retomaba en Buenos Aires. Cada vez que sonreía ante un comentario de su padre, cada vez que abrazaba a su madre, sentía que una parte de ella seguía atrapada en aquel aeropuerto, en aquel asiento de avión, en aquel momento en que Miguel no estaba para despedirse.
Clara la llamaba a menudo, con mensajes de apoyo, intentando explicarle lo que no podía decir directamente: que Miguel estaba atravesando un momento complicado, que todo tenía un motivo, que le contaría la verdad en cuanto pudiera. Pero esa promesa no calmaba la tormenta que le devoraba por dentro.
—Te prometo que todo se aclarará —le decía Clara—. Solo confía en él, Vida.
—Lo intento… —respondía ella, mientras miraba por la ventana de su habitación, viendo cómo Buenos Aires seguía su curso, indiferente a su dolor—. Pero duele demasiado…
Y así pasaban los días: caminatas, charlas con su familia, llamadas a amigos, risas contenidas, y a la noche, el silencio que la envolvía y la hacía recordar a Miguel. Cada recuerdo era un latido más que la mantenía viva, pero también un corte que no sanaba. Cada mensaje sin respuesta, cada llamada perdida, cada silencio, la sumía un poco más en la angustia.
Vida sabía que Miguel estaba pasando por algo difícil, pero su corazón no podía dejar de romperse. Cada vez que pensaba en cómo había partido de España con el corazón destrozado, en cómo él no había estado allí para sostenerla, sentía que le arrancaban un pedazo de sí misma.
—Miguel… —susurraba cada noche, abrazada a su almohada—. ¿Dónde estás? ¿Por qué no estás aquí conmigo?
Cada día era una mezcla de gratitud y dolor: por estar en casa, por tener a su familia, por poder caminar por Buenos Aires, pero también por sentir la ausencia de Miguel en cada instante, en cada mirada, en cada suspiro.
Y mientras el mundo a su alrededor seguía su ritmo, Vida permanecía atrapada entre la espera y el recuerdo, entre el amor que sentía y la incertidumbre que la consumía, con la esperanza de que algún día él le contaría toda la verdad, y que ese día podrían volver a encontrarse sin que nada se interpusiera entre ellos.
Vida llevaba días atrapada entre la tristeza y la incertidumbre. Cada mensaje sin respuesta de Miguel, cada llamada que no era atendida, se sentía como un golpe directo al corazón. Al principio, las lágrimas habían sido constantes, silenciosas y dolorosas; sus recuerdos de Madrid y cada instante junto a él la abrazaban y la destruían a la vez.
Sus padres y Clara intentaban consolarla, distraerla, ofrecerle abrazos, palabras de calma y la rutina de Buenos Aires. Pero todo parecía insuficiente. La ciudad la rodeaba con su bullicio habitual, y sin embargo, para Vida, cada ruido era un recordatorio del vacío que Miguel había dejado. Cada tarde en casa, cada comida compartida, cada paseo, la hacía sentir la ausencia de su presencia, su voz, su risa.
Al tercer día, la tristeza comenzó a transformarse en una sensación más cortante: la decepción. ¿Cómo podía él no haber intentado comunicarse? ¿Cómo podía dejarla sola, sin explicación, cuando ella lo estaba buscando desesperadamente? La impotencia se mezclaba con la ira silenciosa, y Vida empezó a ver los mensajes no respondidos no solo como ausencia, sino como abandono.
Cuando por fin llegó un mensaje de Miguel, su corazón dio un salto: era un hilo de esperanza. Pero al leerlo, la decepción se volvió evidente. No había disculpas, no había explicación, solo unas pocas palabras prometiendo contarle todo más adelante. La frustración y el enojo burbujeaban dentro de ella: después de días de angustia, eso era todo lo que tenía que ofrecerle.
—¿Eso es todo? —murmuró, apretando el teléfono con fuerza, sus ojos llenos de lágrimas que esta vez no eran solo de tristeza, sino de enojo contenido—. Después de todo lo que compartimos… ¿solo esto?
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Editado: 22.08.2025