Vida llevaba apenas unos días en Buenos Aires, y ya sentía como si llevara años atrapada en esa ciudad que debería ser hogar, pero que se le antojaba ajena. Su casa estaba llena de recuerdos familiares: el aroma del café que su madre preparaba cada mañana, la radio encendida con las noticias y tangos viejos, las conversaciones rápidas durante el desayuno. Todo era tan reconocible que debería haberla reconfortado, pero en cambio la asfixiaba. Cada gesto, cada detalle, cada ruido cotidiano le recordaba a Madrid, a Miguel, y sobre todo, a aquella despedida que nunca fue.
Tenía dieciocho años, y sin embargo la distancia la había colocado en un limbo extraño, donde el tiempo no tenía lógica. Las horas parecían eternas, los minutos un castigo, y cada notificación que aparecía en la pantalla del móvil era como un latigazo directo al corazón.
Al principio, su dolor era silencioso. Pasaba las noches mirando el teléfono, como si de pronto pudiera cobrar vida y traerle a Miguel de vuelta. Esperaba que su nombre apareciera en la pantalla, que un mensaje suyo rompiera el vacío. Cuando al fin llegaban, cuando el aparato vibraba entre sus manos, la esperanza la atravesaba como un relámpago. Pero la ilusión se convertía pronto en rabia contenida: ¿por qué no había estado en el aeropuerto? ¿Por qué había permitido que ella se subiera a ese avión con el corazón roto?
Las primeras llamadas de Miguel la habían sorprendido en plena madrugada. El móvil temblaba sobre la mesa de noche y ella se incorporaba de golpe, con el corazón desbocado. Pero no contestaba. Se quedaba mirando la pantalla hasta que el sonido del timbre se apagaba y la línea enmudecía. El silencio posterior era aún peor, un vacío que se le clavaba en el pecho.
—No… —susurraba entre lágrimas—. No voy a ceder.
Los mensajes se acumulaban sin descanso: “Vida, necesito que me escuches, por favor”, “No puedo vivir sin decirte lo que pasó”, “Confía en mí”. Palabras desesperadas, torpes, que ella leía con las manos temblorosas y los ojos nublados. Los leía, sí. Y luego, con un gesto brusco, los cerraba como si quemaran.
Cada vibración era un puñal. Cada mensaje que no contestaba la desgarraba un poco más. Pero en el fondo, algo de orgullo la sostenía. No podía mostrarse débil, no podía darle a Miguel la facilidad de volver con una simple llamada. Tenía que hacerle sentir lo que ella sentía: ese vacío, esa soledad, esa decepción que la estaba consumiendo.
Sus padres la observaban con preocupación. Su madre le acariciaba la espalda cuando la encontraba en silencio, mirando por la ventana. Su padre intentaba distraerla con planes familiares, con charlas de sobremesa. Pero Vida no hablaba demasiado; no quería dar explicaciones que no podía poner en palabras. Había un rincón de su dolor que solo Miguel podía entender, y él no estaba allí.
Con los días, la tristeza empezó a transformarse en enojo. Una tarde, caminando por la ciudad, el móvil comenzó a vibrar insistentemente dentro de su bolso. Llamadas, mensajes, notificaciones que parecían no tener fin. Vida se sentó en un banco bajo los árboles, sacó el teléfono y lo abrió. La pantalla estaba llena de mensajes cargados de súplicas, disculpas, promesas de amor. Los leyó uno a uno, con las lágrimas corriéndole por las mejillas. Hasta que apretó la mandíbula y, en un grito ahogado, murmuró:
—¡Basta, Miguel! ¡Basta!
Se tapó la cara con las manos, temblando. Una parte de ella quería contestar, escuchar su voz, abrazarse a esa excusa que tal vez lo justificara. Pero otra parte, más herida y orgullosa, gritaba que no debía ceder. Que ya había sufrido demasiado.
Respiró hondo, limpió las lágrimas con el dorso de la mano y colocó el teléfono boca abajo. Lo dejó vibrar sobre el banco, ignorando cada notificación como si ignorara los latidos de su propio corazón.
Esa noche, acostada en su cama, volvió a sentir la misma contradicción: el deseo de responder y la necesidad de resistir. El móvil seguía iluminándose con su nombre, como si Miguel fuera una presencia fantasmal llamándola desde Madrid. Ella cerró los ojos y se tapó los oídos con la almohada, intentando bloquearlo todo.
La vida alrededor seguía su curso. Volvió al colegio, conoció a compañeros nuevos, preparó todo para la llegada de Clara, paseó por calles llenas de librerías y cafés. Pero nada llenaba el hueco que Miguel había dejado. Todo parecía una representación, un decorado detrás del cual su corazón seguía llorando.
---
En Madrid, las noches se habían vuelto insoportables para Miguel. La ciudad seguía latiendo con normalidad: coches que pasaban, conversaciones en los bares, luces encendidas hasta tarde. Pero para él, todo era ruido. Su mundo se había reducido a una pantalla que brillaba en la oscuridad, siempre en silencio.
Cada vez que marcaba el número de Vida, el mismo tono largo e interminable le taladraba los oídos. Y al final, el buzón de voz. Ese sonido era ya una tortura: un eco que le recordaba la distancia, el rechazo, la soledad.
Había llenado su móvil de mensajes que ella nunca respondía. Los escribía de madrugada, en clase, incluso en la mesa del comedor frente a su familia. Palabras que repetían lo mismo: “Vida, perdóname”, “Solo necesito explicarte”, “No me dejes así”. Pero del otro lado solo había vacío.
El silencio de Vida.
Miguel apenas dormía. Pasaba las noches caminando de un lado a otro en su habitación, murmurando frases que nunca se atrevía a grabar en notas de voz. Cuando al fin se dejaba caer en la cama, abrazaba la almohada como si pudiera atravesar la distancia con ese gesto. Otras veces, salía a la calle sin rumbo, caminaba durante horas hasta quedar exhausto, con la esperanza de que el cansancio acallara la tormenta dentro de él.
Clara lo llamaba casi todos los días. Y cada vez lo encontraba más hundido.
—Miguel, tienes que darle espacio —le decía ella, con la voz suave, aunque cargada de preocupación.
—No puedo, Clara —respondía él, con la voz rota—. No puedo perderla así.
#3192 en Novela romántica
#1054 en Chick lit
distancia, hermanodemimejoramiga, diferencia de edad drama y romance
Editado: 22.08.2025