La tarde caía lentamente sobre Buenos Aires, y el calor del verano se colaba por las persianas medio cerradas. Vida tenía el portátil abierto sobre el escritorio, apoyado en una pila de cuadernos. La videollamada con Clara llevaba ya casi una hora. No solo era cuestión de organizar su viaje a Argentina; en realidad, aquella conversación era un salvavidas para las dos.
—Entonces… —dijo Clara, agitando una libreta en la cámara—, si todo sale bien, en dos semanas estoy ahí. ¡Dos!
Vida sonrió con esfuerzo, intentando contagiarse de la emoción de su amiga.
—Sí, dos semanas. —repitió.
El móvil vibró sobre la mesa. Otro mensaje de Miguel. Otro más. Ella lo ignoró, como venía haciendo desde que había aterrizado. No podía soportar leer sus palabras, ni mucho menos oír su voz. Era como sal en la herida.
En Madrid, Clara hablaba animada mientras revolvía cosas en su escritorio. El micrófono captó entonces un sonido: una puerta que se abría y cerraba suavemente.
—No es el momento —se la oyó decir, en voz baja.
Vida arqueó una ceja, pero antes de que pudiera preguntar, ocurrió.
Miguel entró en el cuarto.
Lo había hecho atraído por la risa que había escuchado a lo lejos, esa risa que conocía de memoria y que llevaba días buscando en el vacío. No pensó, no se contuvo: empujó la puerta y dio un paso dentro. Y allí estaba ella, en la pantalla del portátil de Clara.
Vida.
El aire se le escapó de golpe. Todo lo que había ensayado para decirle —las disculpas, las explicaciones, las súplicas— se borró en un instante. Solo podía mirarla, incapaz de respirar, de pensar, de ser. Dios, lo hermosa que estaba. Lo viva que se veía en ese reflejo tenue de la cámara. Y cuánto la echaba de menos.
Los ojos de Vida se abrieron como platos al verlo. Sintió un vuelco en el pecho, y un nombre se escapó de sus labios antes de que pudiera contenerlo:
—Miguel…
Ese susurro lo atravesó entero. Dio un paso más hacia la mesa de Clara, con el corazón en la garganta.
—Déjame explicarte… por favor —rogó, con una urgencia desesperada—. Solo escúchame un momento, Vida, te lo suplico.
Ella negó con la cabeza, conteniendo las lágrimas.
—No, Miguel. Ya es tarde. —Su voz temblaba, pero cada palabra era un muro.
—No, no digas eso —se adelantó, inclinándose hacia la pantalla como si con eso pudiera alcanzarla—. Nunca es tarde, Vida. Yo… no quería hacerte daño. Tenía que estar…
—¡Basta! —lo interrumpió ella, alzando la voz, y la rabia contenida durante días explotó de golpe—. ¿Y dónde estabas cuando yo me subía a ese avión? ¿Dónde estabas cuando te busqué con la mirada entre toda esa gente? ¡Vos prometiste estar allí, Miguel! ¡Prometiste!
Miguel tragó saliva, sintiendo cómo las palabras la atravesaban.
—Estaba… no sabes lo que pasó. No puedes imaginarlo…
—¡Ni me interesa! —lo cortó de nuevo, con lágrimas rodándole por las mejillas—. No quiero escuchar más excusas. ¡Ya no!
El corazón de Miguel se desbordó de frustración. Su voz, que había empezado suplicante, se tornó rota, áspera.
—¡Claro que te interesa! —explotó—. Pero prefieres hacerte la fuerte, prefieres no escucharme porque es más fácil enfadarte conmigo que intentar entender.
Vida se quedó helada.
—¿Entender? ¿De verdad me pedís eso? —rió con amargura—. Me dejaste sola, Miguel. ¡Sola! ¿Qué hay que entender ahí?
Él se llevó una mano al pelo, desesperado, sintiendo cómo se le escapaba todo.
—¡Te amo! —gritó, al borde del colapso—. ¡Dios, Vida, te amo! ¿Es que no lo entiendes?
Las lágrimas la cegaban. Cerró los ojos con fuerza.
—No lo parece.
Ese golpe fue más duro que cualquier otra cosa. Miguel retrocedió un paso, tambaleándose. Se sintió contra la pared, acorralado por sus propios errores. Y en ese rincón oscuro de sí mismo, en ese torbellino de dolor y rabia, las palabras se le escaparon antes de poder detenerlas.
—Al final… sigues siendo una cría.
La frase atravesó la conexión como un latigazo.
El silencio que siguió fue insoportable.
Vida lo miró, incrédula, con el rostro encendido de lágrimas y furia. La mandíbula le temblaba, pero sus ojos estaban más firmes que nunca.
—Ojalá no hubieras aparecido. —dijo, con una calma helada que dolía más que los gritos.
Y con un movimiento brusco, cerró el portátil.
El chasquido seco resonó en su habitación como un portazo definitivo.
Miguel se quedó mirando la pantalla negra, paralizado, con la respiración descompuesta. Tardó unos segundos en comprender lo que acababa de hacer, en escuchar sus propias palabras repitiéndose como un eco cruel.
Clara lo miraba horrorizada, con una mezcla de rabia y decepción.
—¿Eres consciente de lo que acabas de decir? —le espetó.
Pero Miguel ya no la escuchaba. Tenía la cabeza entre las manos y un solo pensamiento lo desmoronaba: había tenido a Vida frente a él, después de tantos días de silencio… y la había perdido de la peor manera posible.
El clic seco del portátil al cerrarse resonó en la habitación como un trueno. Vida se quedó inmóvil unos segundos, con las manos aún apoyadas sobre la tapa, como si tuviera miedo de abrirla otra vez y volver a encontrarse con su rostro. El corazón le golpeaba tan fuerte que sentía que se le iba a salir del pecho.
El eco de sus palabras todavía vibraba en sus oídos.
“Al final… sigues siendo una cría.”
Vida apretó los párpados con fuerza, como si pudiera arrancarse aquella frase de dentro, como si bastara con no pensar para que dejara de doler. Pero no había escapatoria: cada sílaba se le había clavado como un cuchillo.
Se dejó caer hacia atrás, en la cama, y el llanto la arrasó de golpe. Tapó su cara con las manos, intentando ahogar los sollozos, pero la habitación se llenó de su propia angustia. No entendía cómo habían llegado hasta allí. No entendía cómo el mismo chico que la había abrazado en la hamaca del patio, que le había prometido amor eterno bajo la lluvia, que le había dicho “te amo” delante de toda su familia… podía ahora mirarla a los ojos a través de una pantalla y llamarla así.
#3108 en Novela romántica
#1036 en Chick lit
distancia, hermanodemimejoramiga, diferencia de edad drama y romance
Editado: 22.08.2025