A destiempo

Capítulo 46: Un sobre pendiente.

La tarde caía lentamente sobre Madrid, y el calor de finales de verano se colaba por la ventanilla del coche. Miguel conducía con la mirada fija en la carretera, pero su mente estaba a miles de kilómetros, en Buenos Aires, en Vida, en lo que no había podido explicarle. Cada kilómetro que recorría hacia el aeropuerto le parecía un recordatorio de lo lejos que estaba de poder arreglarlo.

Clara iba a su lado, repasando los papeles de su viaje, pero Miguel apenas la miraba. Su corazón latía desbocado; dejarla marchar era dejar escapar también la esperanza de acercarse a Vida, aunque fuera de manera indirecta.

—Miguel… ¿estás bien? —preguntó Clara, girando un poco el rostro hacia él.

Él suspiró, apretando el volante con fuerza, y dejó que las palabras se arrastraran con dificultad.

—Sí… solo quiero que todo salga bien.

Clara asintió, pero percibió la tensión en sus hombros. Sacó del bolso un sobre que Miguel le había dado antes de salir. Era una carta para Vida, con la caligrafía temblorosa de Miguel, como si cada trazo hubiera arrastrado un trozo de su alma.

—Esto… —dijo Miguel, señalando el sobre—. Dáselo cuando llegues, ¿vale? Es importante.

Ella lo cogió con cuidado, como si fuera un objeto frágil.

—¿Estás seguro de que quieres que se la entregue? —preguntó.

Miguel asintió, con voz baja:

—Sí. Es lo único que puedo hacer por ella ahora. No puedo estar allí, pero quiero que sepa todo… lo que pasó, lo que sentí, lo que nunca dije. Que entienda que no podía dejarla sola.

El coche avanzaba por calles conocidas, cada semáforo rojo parecía detener su corazón, recordándole la distancia que los separaba. La culpa y el miedo se entremezclaban con el amor y la desesperación. Cada palabra escrita en esa carta era un pedazo de él mismo, una confesión que había guardado demasiado tiempo.

—Clara… —empezó, con la voz cargada de emoción—. Quiero que le cuentes todo: cómo fueron esos días, lo que sentí con la muerte de nuestro padre, lo oscuro de aquellos momentos… y cómo Valeria estuvo a mi lado cuando no podía ni levantarme. Por eso… por eso no podía dejarla sola cuando ella me necesitaba.

Clara asintió, comprendiendo el peso que llevaba. La carta no era solo palabras; era un puente, un intento desesperado de acercarse a Vida aunque fuera a través de kilómetros y mares.

—No quería decir lo de “cría”… nunca quise que sonara así —continuó Miguel, tragando saliva—. Solo… me dolía verla enfadada, con su orgullo y sus lágrimas. No supe cómo manejarlo. Nunca quise herirla.

Clara lo miró, conmovida, mientras él parecía cargar con todo el mundo sobre los hombros.

Cuando llegaron al aeropuerto, Miguel aparcó y se quedó unos segundos mirando la entrada. Familias despedían a seres queridos, pasajeros corrían de un lado a otro. Cada gesto le recordaba lo que había perdido y lo que aún podía intentar salvar.

—Bueno… —dijo Clara, rompiendo el silencio—. Creo que es hora.

Miguel asintió y sacó de nuevo el sobre.

—Dáselo con cuidado. Y… dile que espero que algún día pueda perdonarme. Porque yo… yo no me perdono. Nunca.

Clara lo miró fijamente, comprendiendo la profundidad de su dolor.

—Lo haré, Miguel. Y tú … también tienés que cuidarte.

Se abrazaron brevemente, un abrazo lleno de emociones contenidas: amor, culpa, miedo, desesperación. Luego Clara se alejó hacia la entrada del aeropuerto, con la carta bien guardada, y Miguel se quedó observando cómo desaparecía entre la multitud.

Se apoyó contra el coche, con las manos en la cabeza, respirando hondo. El vacío era inmenso, el corazón le dolía con cada latido. Cada avión que despegaba le recordaba que otra vez estaba fuera de lugar, que otra vez había perdido la oportunidad de hablar con Vida.

—Perdón, Vida… —murmuró con voz quebrada—. Perdón por todo…

El sol doraba los aviones en la pista, y Miguel sabía que esa carta era mucho más que palabras: era un pedazo de su alma puesta en manos de otra persona, con la esperanza de que algún día Vida entendiera, de que comprendiera por qué no había estado allí, y por qué había dicho lo que nunca quiso.

Y mientras veía despegar los aviones, comprendió que también tendría que seguir adelante, aunque por ahora solo le quedaba esperar, esperar que Vida pudiera leer, sentir y, quizá, perdonar.

El avión aterrizó con un suave rebote sobre la pista de Buenos Aires. Clara miró por la ventanilla mientras el sol de la tarde bañaba la ciudad con tonos dorados. Respiró hondo, sintiendo cómo la emoción le llenaba el pecho: al fin estaba allí, después de tantos planes y mensajes, y lo más importante, iba a poder ver a Vida de nuevo.

Mientras recogía su equipaje, sus pensamientos volvían constantemente a Madrid, a Miguel, y al mensaje de despedida que le había confiado para entregar a Vida. Sabía que aquel sobre contenía mucho más que palabras; era una parte del corazón de Miguel, una confesión que había tardado días en escribir.

Al salir de la terminal, la vio: Vida estaba allí, con los ojos brillantes y una sonrisa nerviosa que se amplió en cuanto la reconoció. Ambas se lanzaron al abrazo sin palabras. Todo lo demás desapareció: la distancia, la tensión de los días previos, la ansiedad contenida.

—¡Clara! —exclamó Vida, riendo entre lágrimas—. ¡No sabes cuánto te extrañé!

—¡Yo a ti, Vida! —respondió Clara, devolviéndole el abrazo con fuerza—. Te prometo que este verano lo vamos a disfrutar juntas.

Caminando hacia el coche, charlaban y reían, como si los días de distancia no hubieran existido. Cada gesto, cada palabra, reforzaba la conexión que nunca había desaparecido del todo.

—No puedo creer que estés aquí —dijo Vida, apoyando la cabeza en el hombro de Clara mientras caminaban por la acera—. Parece un sueño.

—Lo sé —respondió Clara, sonriendo—. Estoy tan feliz!

Al llegar a la casa donde Vida vivía con sus padres y su hermana, se acomodaron en la sala, y la emoción de reencontrarse todavía vibraba en cada rincón. Se sentaron frente al ventanal, con la luz del atardecer iluminando sus rostros, y Clara finalmente tomó el sobre de su bolso.




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