Los meses habían pasado con una extraña mezcla de velocidad y lentitud. Buenos Aires comenzaba a sentirse menos extraña para Vida. Cada calle, cada esquina, cada café de barrio que antes le resultaba desconocido, ahora tenía un nombre propio, un aroma, un recuerdo. Pero lo que más había cambiado era su relación con Clara.
Desde que Clara llegó, algo en la dinámica de ambas cambió por completo. Pasaban horas hablando de todo: Madrid, Miguel, las amigas de Vida, los sueños que aún no se atrevían a confesar en voz alta. Entre risas, secretos compartidos y algún que otro llanto inesperado, se forjó una complicidad que ninguna había experimentado antes. Clara ya no era solo la hermana de Miguel ni la amiga que llegaba de visita: era un pilar, un refugio, alguien que entendía sin necesidad de explicaciones.
Clara se integró poco a poco al grupo de amigas de Vida. Los primeros días fueron tímidos: escuchaba, sonreía, se reía con cuidado, pero poco a poco fue ganándose un lugar. Paseos por Palermo, cafés en San Telmo, tardes de helado en Recoleta. Cada salida fortalecía los lazos, y Vida empezaba a sentirse en casa no solo en la ciudad, sino entre la gente que elegía para compartirla.
—¡Tienes que probar esto! —decía Clara señalando un puesto de empanadas mientras Vida la miraba riendo—. ¡No he visto nada igual en España!
Vida asintió, encantada por la forma en que Clara la hacía redescubrir la ciudad, y por los momentos en que podían ser solo ellas, sin compromisos ni responsabilidades. Pero no todo era diversión; también había charlas largas en el dormitorio de Vida sobre la vida, los miedos y las dudas. Esa intimidad silenciosa las unía más que cualquier paseo o secreto compartido.
Mientras tanto, lejos, Miguel seguía observando la vida de Vida desde Madrid. Cada mensaje de Clara, cada pequeña anécdota que le contaba, le permitía sentir que aún estaba conectado con ella, aunque la distancia fuera un océano. No era lo mismo que estar allí, no podía abrazarla ni ver sus gestos en persona, pero le bastaba para saber que Vida estaba creciendo, explorando, encontrando nuevas raíces y aprendiendo a ser ella misma.
Cada mensaje respondido por Vida era medido y preciso, sin prisas, sin impulsos. Miguel sabía que ella necesitaba descubrirse, vivir experiencias que él no podía compartir aún. Que su amor podía esperar, que la paciencia era parte del amor mismo.
—Tiene que ser así —se repetía cada noche—. Ella necesita crecer, experimentar, vivir.
A veces, Miguel se sentaba frente a su ventana en Madrid, con la ciudad iluminada y el bullicio lejano, y respiraba hondo mientras repasaba mentalmente cada sonrisa de Vida que había escuchado a través de Clara. Cada historia, cada paseo, cada conversación le arrancaba una mezcla de alegría y dolor: alegría por verla feliz y descubriendo su mundo, dolor por no estar allí para ella, por cada instante que él había perdido.
En Buenos Aires, Vida vivía los días con intensidad, acompañada de Clara. Aprendía a manejar la ciudad, los estudios, las amistades, los paseos y los descubrimientos. Una tarde caminaron por los bosques de Palermo, viendo cómo el sol caía entre los árboles, mientras conversaban sobre el futuro.
—No sé qué haría sin ti —susurró Vida, con los ojos brillantes, mientras Clara la tomaba del brazo.
—Y yo tampoco sé qué haría sin ti. Pero eso no importa. Lo importante es que estamos juntas ahora —respondió Clara, con una sonrisa que llenaba de calma a Vida.
Cada día traía pequeños descubrimientos. Paseos por la ciudad, tardes en librerías, cafés donde hablaban durante horas, risas que se colaban entre charlas de consejos y confesiones. Vida sentía que su mundo se expandía y que, aunque Miguel estaba lejos, podía respirar sin la presión de su presencia constante.
Pero Miguel seguía ahí, aunque a kilómetros de distancia. Cada actualización que recibía de Clara, cada mensaje de Vida que lograba leer, le hacía latir el corazón con fuerza. Sabía que ella estaba creciendo, pero también le dolía no formar parte de esos momentos. Cada sonrisa de Vida, cada gesto feliz que veía reflejado en la voz de Clara, le recordaba lo que había perdido y lo que aún podía ganar si esperaba con paciencia.
Los días se alternaban entre las rutinas de Vida y la ansiedad silenciosa de Miguel. Ella vivía, experimentaba, aprendía. Él esperaba, sufría, amaba desde lejos. Cada noche, Miguel revisaba su móvil, viendo los mensajes que Vida había respondido, las pequeñas fotos que Clara le enviaba: Vida en la plaza, Vida con sus amigas, Vida sonriendo. Cada imagen era un golpe y un consuelo al mismo tiempo.
—No puedo acercarme aún —susurraba—. No puedo empujarla a un lugar que no está lista para ocupar.
En Buenos Aires, Vida se sentía más fuerte, más segura de sí misma. Cada paseo con Clara, cada conversación, cada confidencia con sus amigas, era un ladrillo que construía su independencia. A veces recordaba a Miguel con nostalgia y amor, y otras con enojo por lo que había sentido al ser ignorada. Pero Clara estaba allí para sostenerla, para escucharla, para acompañarla sin juzgarla.
Y así, mientras la ciudad de latía con fuerza, mientras Vida y Clara reían en un café o caminaban por calles soleadas, Miguel aprendía a amar desde la distancia. Aprendía a esperar, a confiar, a soportar la angustia del corazón, y a comprender que a veces amar también significa soltar, incluso cuando duele más de lo que uno puede soportar.
Finalmente, llegó el día en que Clara tuvo que regresar a Madrid. Las maletas estaban listas desde la noche anterior, pero ninguna de las dos había querido hablar demasiado del tema. Fingían normalidad, como si el tiempo no se agotara, como si todavía les quedaran semanas por delante.
Sus padres las llevaron en silencio hasta Ezeiza. Vida miraba por la ventanilla, apretando los puños sobre las rodillas, con un nudo en la garganta que no sabía cómo disolver. Clara, a su lado, intentaba sonreír, aunque sus ojos delataban la tristeza.
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Editado: 22.08.2025