A destiempo

Capítulo 52: Un paso hacia ti.

Miguel dejó el teléfono sobre la mesa, pero sus manos seguían temblando. Dio un par de pasos por el salón, como un animal enjaulado. Cada palabra de Paco resonaba en su cabeza: “Está en Madrid… da gusto verla reír con Clara…”.

Madrid.

Esa ciudad que para él estaba hecha de recuerdos, de rincones que todavía tenían su nombre escrito junto al de ella. Había evitado regresar demasiado tiempo, convencido de que la distancia lo protegería. Pero ahora, saberla allí, tan cerca de sus abuelos, lo desarmaba por completo.

Se sirvió un vaso de whisky y lo bebió de un trago, intentando ordenar las ideas. No puedes aparecer sin más, se dijo. Necesitas un motivo, una excusa clara. Algo que nadie cuestione.

Abrió el portátil y, por primera vez en semanas, el trabajo le resultó útil. Tecleó con rapidez: congresos, seminarios, reuniones internacionales. Había aprendido a moverse bien en su empresa, a construir pretextos sólidos. Y lo cierto es que Madrid siempre estaba en el radar de ingenieros de su sector. Solo bastaba hilarlo con un proyecto en curso.

Mientras buscaba, una sonrisa se le dibujó sin querer. La ironía era evidente: él, tan estructurado, tan perfeccionista, dispuesto a manipular informes y agendas solo para poner un pie en la misma ciudad que ella.

Se detuvo frente al ventanal, con la copa vacía en la mano.

—La excusa es el trabajo… pero la razón eres tú —susurró, como si Vida pudiera escucharlo desde el otro lado del océano.

Al día siguiente, en la oficina, empezó a plantar la semilla. Comentó a un par de colegas la conveniencia de asistir a una conferencia sobre energías renovables en Europa. Luego buscó el calendario oficial y se aseguró de tener todo para presentarlo a su jefe.

La respuesta llegó antes de lo esperado:

—Buena idea, Miguel —le dijo el gerente, revisando los papeles—. Necesitamos representación allá. Si puedes combinarlo con alguna reunión con clientes, mejor.

Listo. Tenía el boleto de entrada.

Esa misma noche reservó vuelo. Mientras confirmaba las fechas, sintió que el corazón le golpeaba en el pecho con la misma intensidad que años atrás, cuando corría a verla en secreto. No sabía qué pasaría al llegar, ni si siquiera tendría el valor de buscarla. Pero lo que sí sabía era que no podía dejar que la oportunidad se desvaneciera.

Madrid lo esperaba.
Y, en el fondo, lo esperaba ella.

El viernes por la mañana, Clara revoloteaba por el departamento como un torbellino. Maleta abierta sobre la cama, ropa desparramada por todas partes y su voz llenando cada rincón.

—¡No encuentro el cargador del celular! —se quejó, mientras rebuscaba entre un montón de blusas.

Vida rió desde el sofá, con un mate en la mano.
—Seguramente lo metiste en la valija sin darte cuenta, como siempre.

Clara la miró con fingida indignación.
—¿Cómo puedes estar tan tranquila? Yo me voy tres días y me parece que es el fin del mundo.

—Porque confío en que Madrid y yo nos llevaremos bien solas —respondió Vida, divertida.

Clara se dejó caer a su lado, con un suspiro teatral.
—Prometeme que no te vas a quedar encerrada todo el día trabajando. Anda al Retiro, pasea, compra un libro en la Cuesta de Moyano, ¡haz algo de turista!

—Lo haré, lo haré… —aseguró Vida, aunque sabía que lo decía más para tranquilizarla que por convicción.

Al final, Luca tocó el timbre, y Clara salió arrastrando la maleta. Antes de irse, abrazó fuerte a su amiga.
—Te dejo mi casa, mi abuela te va a cocinar si la visitas, y te ordeno que disfrutes. Cuando vuelva quiero un reporte detallado.

—Ve tranquila —rió Vida—. Pásalo bien, Italia te espera.

Cuando el ascensor se cerró, el silencio quedó flotando en el departamento. Vida se recostó en el sofá, dejando que el murmullo lejano de la ciudad entrara por el balcón. Le gustaba esa sensación de estar sola pero acompañada por una ciudad que, de algún modo, ya conocía.

Al día siguiente decidió hacerle caso a Clara y fue al Parque del Retiro. El sol de la tarde teñía de dorado las copas de los árboles y el aire fresco llevaba consigo risas de niños, el murmullo del agua de la fuente, el crujir de las hojas bajo los pasos de la gente.

Vida caminó despacio, dejándose llevar. Se detuvo frente al lago, donde las barcas azules se mecían suavemente. Un recuerdo le golpeó de improviso: ella sentada en una de esas barcas, la risa escapándosele sin control, mientras unos brazos fuertes remaban torpemente.

Sacudió la cabeza, como queriendo apartar la imagen. Siguió caminando por los senderos, pero cada rincón parecía guardar un eco: un banco, una sombra, un árbol. En todos encontraba un reflejo del pasado, de un tiempo que todavía se negaba a abandonarla del todo.

Se sentó bajo un castaño y abrió un libro que había comprado en Moyano. Pero sus ojos se perdían en las páginas sin leer, más ocupados en seguir las huellas invisibles que la memoria dibujaba en aquel parque.

Madrid estaba vivo, palpitante. Y con cada paso que daba, los recuerdos parecían despertar, recordándole que no todo estaba tan enterrado como había querido creer.




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