A destiempo

Capítulo 54: Reencuentro en cuarentena.

Miguel no recordaba haber subido nunca tan rápido unas escaleras. El ascensor estaba fuera de servicio y cada peldaño era un golpe contra el suelo y contra su propio pecho. El corazón le martilleaba, como si quisiera escaparse antes que él para llegar primero al encuentro.
Ella estaba ahí.

El papel arrugado con la dirección de Clara sudaba en su mano. Lo había leído mil veces durante el viaje en taxi, como si no quisiera olvidar un solo número, un solo detalle. Cuando por fin alcanzó el tercer piso, se quedó quieto frente a la puerta. No llamó de inmediato. Se apoyó contra la pared, intentando recuperar el aire, pero la ansiedad era más fuerte: sentía que le faltaba oxígeno, como si cada segundo de demora lo hundiera en un pozo.

Le temblaban las manos. No sabía si tocar el timbre, si mandar un mensaje, si salir corriendo. Había fantaseado con este instante tantas veces que ahora, frente a la madera blanca de la puerta, no parecía real.

Respiró hondo.
Uno, dos, tres golpes con los nudillos.

El silencio del pasillo le devolvió un eco sordo. Después, pasos al otro lado. Pasos que conocía.

La manija giró.

La puerta se abrió despacio y ahí estaba ella: Vida.

El tiempo no había hecho más que acentuar lo que recordaba. Sus ojos, enormes, sorprendidos, brillaban aún detrás del cansancio y la incertidumbre de esos días extraños. Llevaba un buzo ancho, el pelo suelto y un gesto entre el desconcierto y la incredulidad.

A Miguel le faltó el aire. Literalmente. La mascarilla se le pegaba a la boca y a la nariz, pero no era el virus, ni la cuarentena: era ella.

—¿Miguel? —su voz se quebró apenas, como si nombrarlo fuera invocar un fantasma.

Él tragó saliva. Quiso decir algo sencillo, “hola”, “he vuelto”, pero ninguna palabra salió. Su cuerpo estaba rígido, la garganta cerrada. Solo atinó a quitarse la mascarilla, dejando ver un rostro pálido por el viaje, por el miedo y por el deseo contenido.

—Vida… —fue lo único que consiguió pronunciar, con un hilo de voz.

Ella no se movió. Tampoco él. El pasillo entero parecía haberse detenido. El mundo afuera podía estar ardiendo en noticias, en alarmas y en virus, pero en ese rincón de Madrid solo había dos miradas reencontrándose tras años de silencio.

Miguel dio un paso al frente. El corazón latía tan fuerte que pensó que ella podría escucharlo. Cada latido era un recuerdo. Todo golpeaba con violencia en su pecho.

—No sabía que estabas aquí… —dijo él, con torpeza.

Vida parpadeó, como si intentara ordenar sus propios pensamientos. Lo miraba sin apartar la vista, con esa mezcla de rabia vieja y ternura intacta que aún no sabía disimular.

—Yo tampoco sabía que ibas a venir —respondió despacio.

Un silencio espeso se instaló entre ellos. Miguel quería abrazarla, quería hundirse en ese reencuentro, pero no se atrevió. La pandemia, el pasado, las heridas: todo se levantaba como un muro invisible.

Ella abrió un poco más la puerta.
—Pasa.

Miguel obedeció, entrando en el departamento. Sintió que el aire le quemaba los pulmones, como si hubiese corrido una maratón. La casa de Clara le era familiar, pero al mismo tiempo, esa tarde, con Vida de pie en medio del salón, le parecía otro mundo.

Miguel cruzó el umbral y, por un instante, el tiempo pareció detenerse para Vida. Lo reconocía, sí, pero había cambiado: más alto, más fuerte, con una presencia que llenaba el departamento antes incluso de que dijera una palabra. No recordaba que sus hombros fueran tan anchos, que su pecho se moviera con cada respiración como si marcara un ritmo propio que ella podía sentir hasta en su corazón.

Vida retrocedió un paso, sin querer, como si necesitara espacio para procesar lo que tenía delante. Su mente buscaba recuerdos antiguos: las risas compartidas, los paseos por Madrid, las cartas, los abrazos que habían significado todo en su mundo. Pero los recuerdos se mezclaban con la sorpresa de verlo de pie, tan real, tan presente, después de tantos años.

Cada gesto suyo le parecía más intenso, más seguro. Miguel no necesitaba palabras para imponer su presencia; la forma en que se apoyaba contra la pared, la manera en que levantaba la mirada y la estudiaba, todo transmitía una seguridad que ella recordaba y admiraba, pero que ahora le golpeaba con fuerza renovada.

Vida se dio cuenta de que había contenido la respiración. Inspiró hondo, intentando calmar el temblor de sus manos y el vértigo que le subía por el pecho. No podía creer que estuviera realmente allí. Quiso moverse, acercarse, pero también temió romper el delicado equilibrio que mantenía entre emoción y prudencia.

—Hola… —su voz salió casi susurrada, como si temiera que él desapareciera si hablaba demasiado fuerte.

Miguel sonrió, con esa mezcla de nerviosismo y alivio que solo ella podía reconocer. No dijo nada más; sus ojos hablaban por él. Vida los sostuvo, y durante unos segundos, todo lo demás desapareció: la ciudad, las noticias, la cuarentena, los años de distancia. Solo estaban ellos, frente a frente, respirando el mismo aire, compartiendo un espacio que parecía demasiado pequeño para contener tantas emociones acumuladas.

Ella no podía dejar de mirarlo. Cada línea de su rostro, cada músculo marcado por los años, le recordaba al chico que había amado y al hombre que ahora se le presentaba más intenso y tangible que cualquier recuerdo. El impacto físico se mezclaba con la emoción del corazón, que le latía con fuerza, recordándole que los sentimientos nunca se habían ido del todo.

Vida sintió una mezcla de miedo y deseo, de alegría y nostalgia. Era un momento que había imaginado muchas veces, pero nada podía prepararla para la realidad. Miguel estaba allí, frente a ella, y la presencia de su amor pasado, de lo que habían compartido y de lo que aún podía existir, la envolvía con fuerza.

Miguel avanzó un paso, cuidadoso, midiendo cada movimiento. La distancia que lo separaba de Vida parecía corta y, al mismo tiempo, infinita. Sus ojos buscaban los de ella, intentando leer sus emociones, adivinar si el tiempo y la distancia la habían cambiado tanto como a él. Vida no podía apartar la mirada, cada respiración de Miguel le recordaba cuánto lo había extrañado y cuánto había deseado este momento sin atreverarse a creer que realmente llegaría.




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