El piso estaba en silencio, salvo por el murmullo de las noticias que Vida había dejado encendidas en la televisión. Miguel la observaba desde el umbral, todavía recuperándose de la impresión de verla después de tantos años, pero también consciente de la tensión que flotaba en el aire.
—No entiendo nada —susurró Vida, caminando hacia el sofá y apoyándose contra el brazo—. La gente parece… desbordada. Todo es confusión.
—Lo sé —dijo Miguel, acercándose, con esa voz que siempre tenía un efecto calmante sobre ella—. Nueva York está hecha un caos. La gente se ha vuelto loca, los supermercados vacíos, calles llenas de pánico.
Vida tragó saliva y bajó la mirada.
—Me da miedo… por mis abuelos, por mamá y papá, por Clara en Italia… —la voz le temblaba, y Miguel pudo sentir la angustia que vibraba en cada sílaba—. No sé qué va a pasar.
Él se sentó junto a ella y le tomó la mano, con un gesto tan natural que Vida se sorprendió de lo reconfortante que era.
—Respira —le dijo, apretando suavemente sus dedos—. Vamos a organizarlo todo. Primero tú, luego tu familia. No estás sola, Vida. Estoy aquí.
Ella levantó la vista, buscando en sus ojos un refugio, y lo encontró. Una calma extraña empezó a recorrerla.
—Es que… parece que el mundo se está cayendo a pedazos —dijo ella, con un hilo de risa nerviosa—. Y yo siento que no puedo hacer nada desde aquí, que cada noticia me aplasta.
—Lo sé —replicó él—. Pero no podemos controlarlo todo. Solo podemos cuidarnos y cuidar a los que podemos alcanzar. Y yo voy a ayudarte en lo que pueda, te lo prometo.
Vida asintió, apoyando la cabeza en su hombro por un instante. El miedo seguía allí, latente, pero ahora estaba mezclado con una sensación de alivio. Saber que Miguel estaba allí, que podía verla, que podía hablar con él sobre todo eso, hacía que el pánico no la devorara por completo.
—Gracias —susurró, cerrando los ojos por un momento—. Es raro… estar aquí contigo y al mismo tiempo… tener tanto miedo.
—Es normal —dijo Miguel—. Todo esto es normal. No te voy a juzgar por sentirlo. Solo… confía en que vamos a salir adelante, y que pase lo que pase, no te dejaré sola.
Vida respiró hondo, intentando calmar la ansiedad que aún palpitaba en su pecho. Se sentía segura, protegida, aunque el mundo fuera un caos fuera de esas paredes.
La televisión seguía encendida, emitiendo un flujo constante de cifras, mapas y titulares en rojo que casi parecían gritar. Vida se quedó paralizada unos segundos frente a la pantalla. Hablaban de confinamientos, horarios estrictos para salir a comprar, y el número de muertos por país subía como una ola imparable. La locura parecía haberse apoderado del mundo.
—No me entra en la cabeza… —murmuró Vida, cerrando la puerta de la cocina tras preparar un mate. La mano le temblaba ligeramente al sostener la bombilla.
Sacó el móvil y marcó a su madre, deseando escuchar su voz y entender algo de lo que estaba pasando. La línea tardó unos segundos en contestar y luego la voz familiar la invadió:
—Vida, hija… ¿has visto las noticias? Esto es una locura, no sabemos ni cómo reaccionar.
—Sí, mamá… no entiendo nada —respondió Vida, apoyándose en el marco de la puerta—. Es… es demasiado rápido, demasiado… todo.
—Aquí en Argentina ya están hablando de cuarentena estricta. No podemos salir salvo para lo imprescindible. Los hospitales están al límite. Tienes que cuidarte—dijo su madre, con la voz cargada de preocupación.
Vida asintió, aunque sabía que su madre no podía verla. —Lo sé, mamá… lo intentaré. Estoy bien… estoy intentando organizarme.
Mientras hablaba, Miguel la observaba desde el sofá. La luz del atardecer se colaba por la ventana y acariciaba su rostro, iluminando sus facciones delicadas. Cada gesto suyo, cada movimiento, le cortaba la respiración. Siempre había sido hermosa, sí, pero ahora, en medio del caos y la incertidumbre, parecía aún más frágil y fuerte a la vez.
Se inclinó hacia adelante, como si pudiera acercarse más solo con el deseo, y notó cómo su corazón golpeaba con fuerza en el pecho. Tenía la sensación de que el aire le faltaba, de que cualquier segundo podía romperse en mil piezas. Miguel sabía que debía mantenerse tranquilo, pero cada vez que la veía mover la mano, beber mate, inclinar la cabeza mientras escuchaba a su madre, sentía que el tiempo se detenía.
—Mamá, te prometo que voy a cuidarme—dijo Vida, con un hilo de voz que mezclaba miedo y determinación.
—Eso espero, hija… —respondió su madre—. Y recuerda, si necesitas algo, aunque sea imposible, llama. No te sientas sola.
Vida colgó y dejó el móvil sobre la mesa.
Miguel no se atrevía a hablar, no quería interrumpir su momento, pero tampoco podía dejar de mirarla. Su mente estaba llena de recuerdos de todos los años que había pasado pensando en ella, y ahora, verla tan cerca, tan viva, le producía un cóctel de emociones que lo desbordaba.
Vida giró un poco y notó la presencia de Miguel. Su mirada se cruzó con la de él, y por un instante, todo lo demás desapareció: el miedo, la confusión, las noticias alarmantes. Solo estaban ellos dos.
—Miguel… —susurró—. Me he imaginado tantas veces cómo sería volver a verte… pero nunca pensé que sería así, en medio de una pandemia mundial.
Miguel la observó con atención, notando la mezcla de vulnerabilidad y fortaleza en su mirada. Su corazón se apretó al escucharla; aquella confesión era simple, directa, y sin embargo cargada de todas las emociones que él también sentía.
—Vida… —dijo él con voz suave pero firme—. Lo sé. Todo esto… nadie lo esperaba.
Ella asintió lentamente, dejando escapar un suspiro que llevaba años reprimido. —Es raro… todo es raro. La ciudad, la gente… incluso verte aquí. Pero me alegra… me alegra de verdad.
Miguel se acercó un poco, sin invadir su espacio, solo lo suficiente para que sus ojos siguieran conectados con los de ella. —A mí también me alegra —respondió—. Más de lo que puedo expresar.
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Editado: 22.08.2025