A destiempo

Capítulo 58: Las palabras que faltaron.

Los días pasaban y Madrid parecía un caos sin fin. Las noticias eran aterradoras: gente que no lograba respirar, hospitales colapsados, falta de camas, escasez de oxígeno. Las calles ya no tenían el bullicio habitual; solo rostros preocupados, apresurados, cargados de bolsas de supermercado y miedo.

Cada noche, puntuales a las ocho, los vecinos salían a los balcones a aplaudir al personal sanitario. Vida y Miguel también lo hacían, aunque al principio con cierta incomodidad. Ella apoyaba los codos en la barandilla y miraba hacia la calle silenciosa.
—¿Crees que sirve de algo? —preguntó en voz baja.
—No lo sé… —respondió Miguel, mirando al edificio de enfrente donde un vecino agitaba una bandera—. Pero al menos nos recuerda que seguimos aquí.

La rutina se volvió un ejercicio de adaptación forzada. Cada nuevo dato sobre muertos, contagios y restricciones les producía un nudo en el estómago. Y, sin embargo, entre tanto miedo, había alivio en lo más simple: ver cómo el otro preparaba café, cebaba mate o encendía la tele. Eran gestos mínimos, pero bastaban para recordarles que todavía existía cierta normalidad.

Esa noche, después de una cena improvisada con lo poco que quedaba en la despensa, abrieron una botella de vino que Clara había dejado guardada. Terminaron en el sillón, con la tele de fondo pasando noticias que ya sonaban repetidas.

—No puedo creer que estemos viviendo esto —dijo Vida, con las piernas cruzadas, girando la copa entre los dedos.
—Ya… parece una película mala de ciencia ficción —respondió Miguel, estirándose en el sofá, con la mirada fija en ella más que en la tele.

Ella soltó una risa breve, como quien intenta quitarle peso a lo que siente.
—Lo que más me preocupa es mi familia. Mis padres, los abuelos… y Clara en Italia. ¿Y si les pasa algo?
—Eh, mírame —le dijo él, inclinándose un poco hacia ella—. Entiendo tu miedo, pero ellos están bien. Y tú también lo estás. Eso es lo único que importa ahora.

Vida respiró hondo, bajando la mirada hacia el vino.
—Es que no puedo dejar de pensar en todo lo que puede salir mal.
—Pues piensa en lo que puede salir bien —dijo Miguel, con un gesto casi torpe pero sincero—. Piensa en que estamos aquí, juntos, después de tanto tiempo.

Ella lo miró, sorprendida por la franqueza. Se acomodó en el sillón, tratando de cambiar de tema.
—¿Siempre hablas así de fácil en Nueva York?
Él sonrió.
—No. Pero contigo nunca me salió fingir.

Hubo un silencio breve, cargado, mientras la tele seguía nombrando cifras y ciudades en alerta. Vida tomó la botella, la levantó para mirar cuánto quedaba y sonrió con ironía.
—Bueno… al menos Clara nos dejó un buen vino para el fin del mundo.
—Exacto. —Miguel rió, inclinándose a su copa—. Y lo estamos aprovechando como se debe.

Chocaron suavemente las copas, y por un momento las noticias se quedaron en segundo plano. Afuera, el mundo parecía detenerse. Dentro, entre risas tímidas, silencios que decían demasiado y una botella vacía sobre la mesa, el caos se volvió un poco más llevadero.

Vida apoyó la cabeza en el respaldo del sillón, con una mueca entre cansancio y alivio. Miguel la miraba de reojo, como si buscara un respiro que no llegaba. Finalmente, se aclaró la garganta.
—¿Sabes qué es lo más raro de todo esto?
—¿El virus? ¿El confinamiento? ¿La locura mundial? —rió ella, con ironía.
—No. Lo raro… es estar aquí contigo, después de siete años, como si nada.

Vida giró el rostro hacia él, con la sonrisa congelada.
—No es “como si nada”, Miguel. —Su voz bajó un poco, seria, como si el aire se hubiera espesado de golpe—. Han pasado muchas cosas.

Él asintió, mirándola fijamente.
—Lo sé. —Se recostó en el sillón, dejando que el silencio ocupara el espacio entre ellos.

Miguel giró la copa vacía entre sus manos, nervioso. La miró, y sus ojos tenían algo distinto: un peso que no había mostrado en todos esos días.

—Vida… —empezó, dudando—. Quiero explicarte.

Ella arqueó una ceja, sin saber si tenía fuerzas para escucharlo.
—¿Explicarme qué?

Él tragó saliva, y bajó la mirada antes de volver a sostener la suya.
—Todo. Lo que pasó… lo que hice. Las decisiones que tomé y de las que me arrepiento cada día.

El corazón de Vida dio un vuelco. No había esperado que lo dijera tan de frente. Se acomodó en el sillón, buscando aire.
—Miguel, no es el momento… —susurró, intentando esquivar lo inevitable.

—Claro que lo es. —Su voz sonó firme, casi dolida—. Llevamos siete años con esto atravesándonos. ¿De verdad quieres que finjamos que nunca pasó? Yo no puedo.

Ella lo miró en silencio, el vino todavía en la mano, con los ojos vidriosos. Sentía que todo el aire del apartamento se volvía más denso, más pesado. Parte de ella quería escucharlo; otra, huir de ese momento.

Miguel apoyó el codo en la rodilla, inclinándose hacia adelante.
—Me equivoqué, Vida. Pensé que estaba haciendo lo correcto, pensé que era lo mejor para los dos… pero no. Y lo peor es que lo supe al minuto de perderte.

El silencio fue brutal. Solo la televisión, con las cifras del día, seguía sonando de fondo.

Vida respiró hondo, cerró los ojos y negó despacio con la cabeza.
—No empieces… —dijo en voz baja, pero temblándole—. No ahora.

Él no insistió. Solo la miró, como si con los ojos intentara decir lo que las palabras no lograban.

Ella cerró los ojos con fuerza. El pecho le dolía. Se levantó de golpe, incapaz de sostenerle la mirada. Caminó unos pasos por el salón, abrazándose los brazos, como si necesitara contenerse.

—No sé si quiero escucharte —susurró, indecisa, casi para sí misma.

Se quedó ahí, de espaldas a él, inmóvil. Entre el deseo de que siguiera hablando y el miedo de volver a abrir una herida que nunca cerró.

Miguel no se movió. Solo la observaba en silencio, con el corazón a punto de estallar.




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