A destiempo

Capítulo 59: Frente a frente.

Miguel recordaba aquella noche como si aún tuviera el papel temblando entre sus manos. La mesa estaba llena de tachones, borradores arrugados que terminaban en el suelo. No encontraba las palabras, ninguna le parecía justa, ninguna alcanzaba. La lapicera se le resbalaba por los dedos sudados, y el corazón le latía como si con cada golpe le reprochara el silencio en el que había dejado a Vida.

Había un nudo constante en su garganta, esa mezcla insoportable de culpa y miedo. Cada vez que escribía su nombre, lo volvía a borrar. Se llevaba las manos a la cara, respiraba hondo, se levantaba a caminar por la habitación… y volvía a sentarse. La carta no era un alivio, era un tormento: con cada frase, sentía que se alejaba más de lo que realmente quería decir.

Él no quería contarle de Valeria, ni del peso de la depresión, ni de la oscuridad que lo había atrapado. Quería decirle que la amaba, que cada día sin ella se sentía como un castigo. Pero, al mismo tiempo, lo recorría la certeza de que no tenía derecho a arrastrarla a ese pozo en el que vivía. Así que escribía, rompía, volvía a empezar.

Cuando al fin logró terminarla, la sostuvo unos minutos entre los dedos. El papel temblaba tanto como sus manos. La dobló despacio, como si ese gesto pudiera darle firmeza a lo que él no tenía. Y mientras la metía en el sobre, lo invadió una certeza amarga: esa carta nunca iba a ser suficiente.

Volviendo al presente, Miguel cerró los ojos y respiró hondo, pero el aire parecía insuficiente. La habitación estaba silenciosa, salvo por el tic-tac del reloj que le recordaba implacable que cada segundo que pasaba sin verla era un segundo perdido. Su corazón aún golpeaba con la misma fuerza que aquella noche en la que había escrito la carta, pero ahora el miedo era distinto: no era solo culpa, sino incertidumbre.

No sabía si ella lo escucharía con la misma paciencia que entonces, si podría comprender todo lo que había pasado en su vida, si aún existía un hilo de confianza suficiente para reconstruir lo que habían perdido. La ansiedad lo paralizaba y, al mismo tiempo, lo impulsaba a no perder ni un instante más. Cada mensaje que recordaba de Clara, cada historia que había visto en redes, lo hacía imaginar cómo sería sostener su mirada, cómo sería escuchar su voz después de tantos años, sin palabras que separen.

Se pasó las manos por el rostro, como si ese gesto pudiera borrar la incertidumbre que lo desgarraba. Cada pensamiento se repetía en bucle: ¿Me perdonará algún día? ¿Habrá alguna oportunidad de recuperar lo que dejamos escapar?

Miguel sabía que la distancia y el tiempo no habían borrado sus sentimientos; al contrario, los habían intensificado, los habían hecho más conscientes. Pero eso no aliviaba la ansiedad que sentía ahora, ni el temor de que quizá Vida ya no lo necesitara tanto como él la necesitaba a ella.

Se levantó, caminó hacia la ventana y miró la ciudad iluminada a lo lejos. Madrid dormía, pero él no. Cada luz le recordaba un momento que podría compartir con ella, cada sombra era un instante perdido que no podía recuperar. Sabía que tenía que enfrentarla, hablar, confesar, y esperar que el eco de aquel amor que nunca murió encontrara un camino de regreso.

El tiempo, que había parecido eterno mientras estuvo lejos, ahora se comprimía en segundos cargados de ansiedad. Miguel se sentía atrapado entre el miedo de perderla otra vez y la esperanza de que, a pesar de todo, aún existiera una oportunidad para ellos.

Mientras Miguel caminaba junto a la ventana, intentando calmar el torbellino de emociones que lo consumía, en el dormitorio, Vida yacía en la cama, inmóvil, con la mirada perdida en el techo. Su corazón latía con fuerza, cada golpe resonando en su pecho como un tambor que no podía silenciar. Todo lo que Miguel le había contado aún flotaba en su mente: la carta, las confesiones, la angustia que él había llevado durante años.

Sentía un nudo en la garganta, una mezcla de alivio y dolor. Por un lado, comprendía finalmente lo que había vivido, las decisiones difíciles, la presión que lo había asfixiado. Por otro, le dolía la distancia que él había impuesto, el silencio de tantos años, el no haber estado a su lado cuando lo necesitaba. Se preguntaba si alguna vez podrían recuperar el tiempo perdido, si los hilos rotos podrían volver a tejerse.

Sus manos se entrelazaban sobre el pecho mientras repasaba mentalmente cada palabra de Miguel. La sinceridad en su voz, el remordimiento que había escuchado, todo parecía real, tangible. Pero junto a la comprensión, la incertidumbre crecía. ¿Podría confiar nuevamente? ¿Podrían reconstruir algo que había sido tan frágil y doloroso?

Miguel, al otro lado de la pared que los separaba, sentía el peso de la incertidumbre como un nudo que le impedía respirar con normalidad. Sabía que Vida estaba procesando cada palabra, que su silencio era un indicio de que lo estaba evaluando, y eso lo mantenía en vilo. Cada segundo que pasaba sin saber cómo ella se sentía, cada respiración contenida, hacía que su ansiedad creciera.

La ciudad dormía, pero sus corazones no. Dos cuerpos, dos mentes, dos emociones entrelazadas por años de amor, distancia y secretos, compartían el mismo espacio físico pero permanecían en un delicado equilibrio de miedo y deseo, esperando que el tiempo y la verdad pudieran finalmente unirlos.

En la penumbra del dormitorio, Vida cerró los ojos un instante, intentando calmar el torbellino dentro de sí, mientras Miguel miraba la ciudad desde la ventana, imaginando cómo sería poder acercarse, tocarla y decirle que todo lo que sentía seguía intacto. Ambos compartían el mismo miedo: el de perder la oportunidad de estar juntos, el de que las heridas del pasado fueran más fuertes que la fuerza del presente.

Y así, cada uno a su manera, permanecían despiertos, sintiendo la intensidad de un amor que nunca se había apagado, un eco que persistía en cada pensamiento, en cada latido, en cada instante compartido en silencio.




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