Un mes había pasado desde que el confinamiento había comenzado. Afuera, el mundo seguía siendo un caos: las noticias hablaban de contagios que no cesaban, hospitales saturados y el avance lento pero constante de la búsqueda de una vacuna que prometiera devolver algo de normalidad. El calorcito de primavera comenzaba a sentirse en los balcones, en las calles vacías, y hasta en las ventanas abiertas de los apartamentos, donde el aroma de la floración llegaba tímidamente.
Pero dentro del pequeño piso de Clara, la realidad parecía otra. Allí, en esa burbuja hecha de piel, risas y deseo, la pandemia se sentía lejana, casi como un rumor. Vida y Miguel habían encontrado su propio ritmo, una rutina que los mantenía unidos, conectados y, sobre todo, felices.
Las mañanas comenzaban con el sonido de las laptops, teclados golpeando mientras ambos trabajaban desde casa. Vida con sus reuniones online y Miguel con sus proyectos, compartiendo silencios cómodos, miradas cómplices y alguna que otra caricia furtiva mientras pasaban documentos o hablaban por auriculares.
Las tardes eran para hablar con la familia. Videollamadas cargadas de sonrisas, comentarios divertidos y abrazos virtuales que, aunque a distancia, les recordaban que estaban conectados con el mundo real. Cada “¿cómo están?” era un pequeño hilo que los unía a los demás, mientras ellos permanecían dentro de su burbuja de afecto y cuidado mutuo.
Y las noches… las noches eran suyas. Sin importar la fatiga del día, sin importar el calor creciente de la primavera, Miguel y Vida se reencontraban en la cama, en el sillón o donde fuera que sus cuerpos los llevaran. Se amaban sin descanso, con la misma urgencia de los primeros días, pero ahora con la calma de quienes se conocen, de quienes saben cómo tocarse, cómo provocar sus gemidos favoritos, cómo combinar caricias y pasión hasta perder la noción del tiempo.
—Me encanta esta burbuja que tenemos —dijo Vida una tarde mientras Miguel le acariciaba la espalda, sentados juntos en el sofá después de una videollamada con la familia—. Es como si todo lo demás no existiera.
Miguel la abrazó por detrás, dejando un beso en su hombro, y murmuró con voz ronca:
—Es nuestra realidad… aunque afuera todo se derrumbe, aquí seguimos nosotros. Y mientras sea contigo, no necesito nada más.
Ella sonrió, apoyando la cabeza contra su pecho, sintiendo cómo los latidos de Miguel se mezclaban con los suyos. La primavera entraba por la ventana y acariciaba su piel, pero la verdadera calidez estaba entre ellos, en los besos robados, en las manos que se buscaban, en los susurros que acompañaban sus juegos y sus noches de pasión.
Fuera, el mundo luchaba contra el virus, las noticias hablaban de la esperanza de la vacuna, de que algún día podrían volver a caminar libremente, a encontrarse con amigos, a vivir sin miedo. Pero dentro de ese piso, Vida y Miguel tenían algo que ninguna pandemia podía tocar: su amor, su deseo y su burbuja de felicidad, donde cada día se reencontraban, se conocían nuevamente y se amaban sin reservas, construyendo un refugio que era solo de ellos. Aunque el mundo siguiera girando caótico afuera, dentro de su piso todo estaba perfecto. Al final de cada jornada, se fundían en la cama, recordando que mientras estuvieran juntos, podían soportar cualquier tempestad, y que cada noche era un renacer, un recordatorio de que el amor, el deseo y la complicidad eran su mejor vacuna contra cualquier miedo.
Una noche, se recostaron juntos sobre la cama, todavía jadeantes, con el sudor de la pasión mezclándose con la calidez de la piel. Miguel acariciaba suavemente la espalda de Vida, mientras ella apoyaba la cabeza sobre su pecho, escuchando los latidos de su corazón.
—Oye… —empezó Miguel, la voz ronca y suave a la vez—. He visto en tu teléfono varias veces un nombre... Lautaro… ¿quién es?
Vida se separó un poco, apoyándose sobre un codo, mirándolo a los ojos con tranquilidad.
—Ah… Lautaro —dijo con un suspiro leve—. Es un amigo, nada serio. Hemos hablado un poco, hemos salido alguna vez… pero no es nada importante.
Miguel frunció el ceño, sus dedos deteniéndose un instante sobre la piel de ella.
—No parece que él lo vea igual… —dijo, el tono firme, pero con una sombra de preocupación en la voz—. Por la cantidad de llamadas… me da la sensación de que él sí se lo toma en serio.
Vida arqueó una ceja, sonriendo con picardía mientras se recostaba sobre él de nuevo:
—¿Celoso, Miguel? —preguntó, juguetona, acariciando su pecho con delicadeza.
Él se hizo el duro, girando la cabeza y rozándole los labios con un beso seco:
—No —gruñó, tratando de sonar indiferente—. Sabes que eres mía. Eso no cambia nada.
Vida sonrió, divertida, y le acarició la mejilla, acercándolo más a ella:
—¿Seguro? Porque no pareces muy seguro...
Miguel respiró hondo, tratando de mantener la compostura, pero sus manos no podían dejar de recorrer su espalda y sus muslos, sus labios buscando los de ella con cada roce. Finalmente, la voz se le quebró un poco, y con un suspiro, confesó:
—Vale… sí… estoy celoso —dijo, bajando la frente hasta rozar la de ella—. Me muero de celos solo de imaginarte en los brazos de otro. Pero lo que quiero que sepas… es que tú eres solo mía, Vida. Solo mía.
Vida sonrió, dejando escapar un suspiro de satisfacción, y se acercó para besarle la boca con suavidad y deseo mezclados.
—Solo tuya, ¿eh? —susurró, jugando con sus labios mientras él la abrazaba con fuerza.
—Sí… solo mía —repitió Miguel, con un gruñido ronco y cálido—. No quiero que nadie más te tenga así… no como yo. Y yo, soy tuyo desde siempre.
Se quedaron así, abrazados y entrelazados, compartiendo caricias y besos suaves, mientras la tensión de los celos se convertía en un fuego tibio y cómplice, una mezcla de protección, deseo y amor que los envolvía. En ese momento, no existía nadie más: solo ellos, sus cuerpos y el vínculo que los unía, sólido e intenso, más allá de cualquier nombre que pudiera aparecer en una pantalla.
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Editado: 22.08.2025