El calendario marcaba finales de junio, y aunque el verano empezaba a sentirse en el aire, el mundo seguía atrapado por la incertidumbre del covid. Vida estaba sentada frente a su computadora, con la taza de café entre las manos, leyendo una y otra vez el correo que acababa de llegar de su jefe.
“Vida, he conseguido un contacto en la embajada. Hay una posibilidad de que obtengas un permiso especial para volver a Argentina. Hablamos en cuanto puedas.”
El corazón le dio un vuelco y el estómago se le llenó de mariposas. Abrazar a su familia, sentir de nuevo la calidez de sus padres, escuchar las risas de sus hermanos… todo eso la llamaba con fuerza. Pero junto a la emoción, un nudo de miedo se apoderó de ella.
Porque había algo más que no podía ignorar: Miguel. Desde marzo, desde aquel reencuentro inesperado, todo había cambiado. Lo que compartían no tenía nombre ni etiqueta, pero era lo más importante de su vida. Cada conversación, cada caricia, cada beso robado, había creado un lazo que la ataba a él de manera irrompible.
Vida se paró y fue hasta la ventana, se pasó las manos por el rostro, tratando de ordenar los pensamientos que la hacían sentir atrapada entre dos mundos. El sol de la tarde caía suavemente sobre la ciudad, dorando los edificios y reflejándose en el cristal de la ventana, pero ella apenas lo notaba. Sus recuerdos la arrastraron siete años atrás, cuando la distancia y los miedos habían arruinado algo valioso entre ella y Miguel. Cada instante compartido, cada promesa rota, cada despedida dolorosa volvió a su mente como una película que no podía apagar. No quería repetir errores; no quería que esta vez nada se derrumbara.
Mientras estaba perdida en sus pensamientos, sintió un calor suave a su espalda. Miguel apareció detrás de ella, rodeándola con sus brazos, apoyando su pecho contra el de ella. Vida cerró los ojos un instante, dejándose envolver por la familiaridad de su presencia.
—Me gusta… —susurró él, su aliento rozando su oído—. Me gusta estar así, contigo, simplemente juntos.
Vida sintió un escalofrío recorrerle la espalda, un nudo en la garganta y una mezcla de ternura y miedo. Se apoyó en él, dejando que sus manos descansaran sobre las de Miguel, sin poder decidir si reír, llorar o simplemente quedarse en silencio.
—Yo… —susurró Vida, pero se detuvo. No podía decirle nada todavía. La noticia del permiso seguía fresca en su mente, y decirlo ahora sería arriesgar lo que tenían.
Miguel la abrazó un poco más fuerte, como si intuyera sus dudas. —Nada de palabras ahora —dijo, con suavidad—. Solo esto. Tú y yo. Nada más importa.
Vida apoyó la frente contra su pecho, sintiendo cómo los latidos de Miguel se mezclaban con los suyos. Por un instante, todo lo demás desapareció: la distancia, los miedos, la noticia que la había dejado entre la espada y la pared. Solo existían ellos, el calor de sus cuerpos, y la certeza de que lo que compartían era fuerte y real.
Se quedó así durante varios minutos, escuchando su respiración, el ritmo pausado de sus latidos, y dejándose envolver por la sensación de seguridad que le proporcionaba. Sin embargo, mientras Miguel hablaba de cosas triviales, de su reunión virtual, Vida apenas escuchaba las palabras. Su mente estaba atrapada entre la posibilidad de regresar y la urgencia de proteger lo que tenían aquí.
Recordó cómo Miguel la había mirado por primera vez tras años de ausencia, con esa mezcla de sorpresa, cariño y un dejo de arrepentimiento que ella nunca había podido olvidar. Pensó en las noches en que habían compartido secretos, caricias, risas y lágrimas, y cómo esas memorias habían tejido un lazo invisible entre ellos, que parecía más fuerte que cualquier distancia o pandemia.
Se preguntó qué sentiría Miguel si le contara ahora la posibilidad de regresar. ¿Lo entendería? ¿Lo apoyaría? ¿O sentiría que su mundo se tambaleaba de nuevo, que ella estaba a punto de alejarse otra vez? La incertidumbre la paralizó por un momento. No quería causar dolor, ni temor, ni dudas. Solo quería mantener el equilibrio que habían logrado con tanto cuidado.
Mientras Vida luchaba con sus pensamientos, Miguel la giró suavemente para mirarla a los ojos. Sus pupilas reflejaban ternura y una atención plena que la hizo estremecerse.
—Vida, ¿me estás escuchando? —preguntó con una sonrisa ligera, como si adivinara que su mente estaba en otro lugar.
—Sí… sí, solo estoy… pensando —respondió ella, bajando la mirada.
—¿Pensando en qué? —insistió él, inclinandose para acariciarle la mejilla con el pulgar.
Vida tragó saliva, consciente de que cada contacto de Miguel hacía que su dilema se volviera más difícil de ocultar. —En… en nada importante —mintió, aunque su corazón le gritaba que debía decirle la verdad.
Miguel no insistió más. En cambio, la abrazó de nuevo y la guió hacia el sofá, sentándose con ella entre sus brazos. La suavidad de su contacto la hizo suspirar. Durante un rato, no dijeron nada. Solo escuchaban el zumbido lejano del tráfico, el canto de algunos pájaros que se atrevían a romper el silencio de la ciudad, y el propio latido de sus corazones.
Vida recordó aquel invierno, hace siete años, cuando Miguel le había confesado por primera vez sus sentimientos. La escena se le presentó vívida: estaban en el parque, él con las manos temblorosas, la mirada cargada de miedo y esperanza al mismo tiempo. Ella, sorprendida, confundida, incapaz de articular una respuesta. Aquella distancia, aquel tiempo perdido, se había convertido en una sombra que siempre la seguía, y no podía permitir que se repitiera ahora.
No podía. Esta vez debía hacer todo de manera diferente. La idea de regresar a Argentina se mezclaba con la de proteger a Miguel, de no perderlo, de no repetir los errores de su pasado. Cada escenario posible la asustaba: él podía sentirse rechazado, podía temer que ella se alejara de nuevo, podía sentir que todo era incierto.
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Editado: 22.08.2025