La noche era silenciosa. Vida se levantó despacio, intentando no despertar a Miguel, que dormía profundamente a su lado. Sus pies rozaban suavemente el piso frío mientras avanzaba hacia la cocina, buscando un vaso de agua.
Al llegar al comedor, la luz tenue de la lámpara iluminaba la laptop de Miguel, que seguía encendida sobre la mesa. Por un instante dudó, pero la curiosidad pudo más que la prudencia. Se acercó y, con el corazón latiendo un poco más rápido, inclinó la cabeza para mirar la pantalla.
Lo que vio la paralizó.
Vida se quedó inmóvil frente a la pantalla iluminada. El resplandor de la laptop parecía más fuerte en la penumbra de la casa, como si le estuviera quemando los ojos. El nombre “Valeria” brillaba en la parte superior de la ventana de chat. Sintió un vacío helado en el estómago.
La primera intención fue apartarse, cerrar todo y fingir que no había visto nada. Pero la curiosidad, mezclada con un miedo ácido, la empujó a acercar un poco más la mirada. Sus dedos temblaban sobre el mouse cuando abrió el historial.
Su respiración se volvió más rápida, un nudo se formó en su garganta y un frío recorrió su espalda.
Vida se sentó lentamente en la silla frente a la laptop, sin saber si quería cerrar los ojos o mirar más. Su mente corría a mil por hora: ¿Valeria? ¿Qué significaba ese chat? ¿Por qué Miguel aún hablaba con ella?
Allí estaba: mensajes antiguos, conversaciones que parecían pertenecer a un tiempo reciente, demasiado cercano. Valeria escribía cosas que le perforaban el pecho: “Te echo de menos”, “Pienso en ti todo el tiempo”, “Sé que ahora estás con ella, pero lo nuestro es inevitable… estamos destinados”.
Y lo que más la descolocó fueron las respuestas de Miguel. No había frases románticas, no había insinuaciones, pero sí había preocupación. Mensajes que decían: “¿Cómo estás?”, “¿Sigues yendo a la psiquiatra?”, “No dejes la medicación, es importante”. Había cuidado en sus palabras, un eco de alguien que no había sabido soltar del todo a quien había compartido un pedazo de su vida.
En otros intercambios, Valeria agradecía con un tono íntimo: “Gracias por venir”, “Me encantó verte hoy, aunque parecías triste”. Vida tragó saliva. Cada línea era una espina que se le clavaba más adentro.
Y entonces llegó el mensaje que parecía marcar un quiebre. Una respuesta de Miguel, seca, definitiva:
“No tengo que darte explicaciones. Nuestro acuerdo se terminó. Estoy con la mujer que amo, nunca te he mentido. Siempre has sabido que era ella.”
Vida se quedó congelada. Su corazón golpeaba tan fuerte que le costaba respirar. Esa frase debería tranquilizarla, darle paz… pero el camino que había llevado hasta ella estaba lleno de sombras. La imagen de Miguel en la cama, durmiendo tranquilo, contrastaba con el torbellino que se desataba en su interior.
Miguel se removió en la cama, buscando con la mano en la oscuridad el calor del cuerpo de Vida. El vacío lo despertó. Se incorporó, aún somnoliento, y el silencio de la casa le pareció demasiado pesado.
—¿Vida? —murmuró, apenas audible, mientras se calzaba la remera que había dejado en la silla.
Miguel apenas apoyó la mano en el marco de la puerta, todavía con los ojos entrecerrados y el pelo desordenado por el sueño. Avanzó hacia el comedor y la vio allí, inmóvil frente a la mesa, iluminada por el resplandor azul de la pantalla.
—¿Qué haces despierta a esta hora? —preguntó con voz ronca, aunque enseguida adivinó la respuesta.
Su espalda estaba rígida, las manos temblaban sobre el borde de la laptop. Miguel se detuvo en seco. Supo, sin necesitar mirar la pantalla, qué era lo que la había congelado de esa manera.
—No… —su voz sonó ronca, cortada—. Vida…
Ella giró apenas el rostro, con los ojos brillantes y húmedos, sin terminar de mirarlo de frente. No necesitaba decirle nada: él ya entendía. El silencio entre ambos se cargó de electricidad y reproche.
—¿Qué es todo esto, Miguel?… ¿Qué hacías vos escribiéndole todo esto a Valeria? ¿Me lo vas a explicar?—su tono temblaba entre el dolor y la bronca contenida.
Miguel se quedó helado. Avanzó un paso, queriendo cerrar la laptop, pero ella la sostuvo con firmeza.
—No es lo que piensas.
—¿Ah, no? —replicó ella, con las manos temblándole—. Porque lo que yo vi fueron semanas de mensajes, preocupación, encuentros. "Me encantó verte hoy", "parecías triste". Y vos preguntándole si iba a la psiquiatra, si tomaba la medicación. ¿Qué soy yo entonces? ¿Un reemplazo cuando te cansás de cuidarla?
Miguel avanzó otro paso, lento, como quien no quiere asustar a un animal herido. Sus ojos grises brillaban en la penumbra.
—Vida, mírame. —Su voz bajó un tono, casi un ruego—. No era amor. Era culpa, era preocupación. Ella ha sido parte de mi vida, y sí, la quise ayudar, pero eso ha terminado.
Miguel dio un paso hacia ella, alargando la mano como si quisiera cerrar la laptop de golpe, como si eso pudiera borrar lo que ya había visto.
Ella negó con la cabeza, aunque su respiración se agitaba.
—No sé si creerte…
—Te lo juro… —susurró, aunque la frase se le quebró en la garganta, porque sabía que era débil, sabía que no alcanzaba.
Vida lo observaba en silencio, con la respiración agitada, como si luchara por no derrumbarse ni gritar. El resplandor de la pantalla seguía iluminando la palabra Valeria, brillando entre ellos como un fantasma imposible de ignorar.
Él pasó una mano por su nuca, desesperado, sin encontrar palabras inmediatas.
—Vida, escuchame. Sí, le escribí. Sí, nos hemos visto algunas veces… pero no porque quisiera estar con ella. Fue… —tragó saliva— fue porque estaba destruida, porque tuve miedo de que hiciera una locura.
—Miguel, no me mientas —lo interrumpió ella, con la voz rota—. No la buscaste solo por compasión. Si no, ¿por qué te decía que la habías hecho sentir menos triste? ¿Por qué te agradecía? ¡Vos estabas ahí para ella mientras yo… yo me moría sin vos!
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Editado: 22.08.2025