Los días siguientes se convirtieron en una carrera contra el tiempo. Vida corría de oficina en oficina con la carpeta de documentos bajo el brazo, mientras Miguel la acompañaba en cada paso, siempre a su lado, siempre con esa calma firme que la sostenía cuando ella estaba a punto de explotar.
Hubo discusiones con funcionarios, esperas eternas bajo el sol, correcciones absurdas en los formularios. Vida, agotada, más de una vez quiso rendirse.
—Es como si no quisieran que me fuera —murmuraba con rabia.
Y Miguel, con una sonrisa tranquila, respondía:
—Entonces no te vayas!
Las noches eran otra historia.
El cansancio del día se mezclaba con la urgencia de saberse cerca del final, y eso los empujaba a buscarse con una desesperación febril. Se amaban como si cada encuentro fuera el último: a veces lento y tierno, otras veces salvaje, como si intentaran devorarse para no dejar nada pendiente.
En la cocina, sobre la mesa todavía cubierta de papeles y pasaportes.
En la ducha, donde el vapor empañaba el vidrio mientras sus cuerpos se deslizaban uno contra el otro.
En la cama, con las sábanas arrugadas y los relojes olvidados en la mesita de noche.
No había lugar ni hora que escapara a esa urgencia. Vida sentía que cada orgasmo, cada beso, era una forma de tatuarse a Miguel bajo la piel. Y él, en cada caricia, le repetía lo mismo:
—Quiero que me recuerdes así, Vida. Quiero quedarme en ti aunque estés lejos.
Los días pasaron más rápido de lo que imaginaban. La maleta quedó lista, la carpeta con documentos en orden, los pasajes impresos. Todo estaba preparado para el regreso.
Hasta que llegó la última noche.
El aire en el apartamento era distinto, cargado de una tensión que ni siquiera las risas lograban disipar.
La miró a los ojos con una mezcla de ternura y dolor.
—No quiero despedirme mañana —confesó.
—Entonces no lo hagamos —susurró Vida, antes de besarlo.
La cena quedó olvidada sobre la mesa. Miguel la tomó de la mano y, sin decir nada, la empujó contra la pared. El beso fue brutal, hambriento, como si quisiera arrancarle el aire de los pulmones. Vida respondió con la misma rabia: le mordió el labio hasta hacerlo gemir, le arañó la espalda bajo la camiseta mientras él la levantaba de un tirón.
Las piernas de ella se enredaron en su cintura, y Miguel la llevó a la cama casi sin soltarle la boca. Cayeron sobre las sábanas con el cuerpo ardiendo. La ropa desapareció entre tirones y jadeos. Cada prenda arrancada era un recordatorio de que no había tiempo para la calma.
Cuando sus cuerpos se encontraron, no fue suave. Miguel la penetró con un movimiento firme, urgente, haciéndola arquearse y soltar un grito ahogado contra su hombro. Ella lo recibió con furia, con hambre, aferrándose a él como si quisiera fundirse hasta no dejar rastro.
El ritmo fue frenético, un vaivén salvaje que hacía crujir la cama bajo su peso. Vida se movía contra él con desesperación, buscándolo más profundo, más fuerte, obligándolo a perder el control. Sus uñas dejaron marcas en la piel de su espalda, mientras su boca le mordía el cuello y lo arrastraba a un frenesí sin retorno.
—Más, Miguel… —gimió con la voz rota, temblando bajo su embestida.
Él gruñó, apretándola contra el colchón, devorándole la boca con un beso rabioso.
—Esta noche no hay límites, Vida. Esta noche eres mía.
Los gemidos llenaron la habitación, mezclándose con el choque de sus cuerpos y el sudor que los pegaba piel contra piel. Cada movimiento era una descarga, una mezcla de placer y rabia que los hacía vibrar más fuerte.
Vida lo montó después, tomando el control, cabalgando sobre él con una fuerza salvaje. El sonido húmedo y frenético de sus cuerpos llenaba el cuarto, mientras ella lo dominaba con la mirada, con el vaivén de sus caderas, con el gemido feroz que lo enloquecía.
El orgasmo llegó como un incendio, los dos estallando casi al mismo tiempo, gritando contra la boca del otro, temblando hasta perder el aliento. Miguel la apretó contra su pecho, hundiéndose una última vez con un jadeo ronco, antes de desplomarse juntos sobre las sábanas empapadas.
El silencio después fue igual de brutal: solo respiraciones agitadas y el latido descontrolado de sus corazones. Miguel la abrazó con una fuerza que dolía.
—Aunque estés lejos, siempre vas a ser mía —susurró con la voz quebrada.
Vida no contestó. Solo cerró los ojos, aún temblando, deseando que esa noche no terminara jamás.
La habitación estaba en penumbras, el reloj marcaba entrada la madrugada. Miguel no podía dormir; tenía el cuerpo encendido, la mente ardiendo con la idea de que esa era su última noche con Vida. La tenía abrazada de costado, respirando el perfume de su piel.
Ella se removió apenas, como si buscara acomodarse, y ese gesto fue suficiente para despertar en él un hambre feroz. Su mano descendió lentamente por su vientre hasta colarse entre sus muslos. Vida soltó un suspiro entrecortado cuando sus dedos comenzaron a acariciarla, primero suave, después con más firmeza, haciéndola arquearse contra él.
El roce de su erección endurecida contra la curva de su trasero la hizo gemir bajito. Vida se apretó más contra él, buscando sentirlo, provocándolo con el vaivén de su cadera.
—Miguel… —murmuró, con la voz temblorosa.
Él sonrió contra su cuello, mordiéndole la piel con suavidad.
—Todavía no terminé contigo esta noche.
Se deslizó hacia abajo, apartando la sábana, dejando que la luz tenue de la luna iluminara sus curvas desnudas. Abrió sus piernas con determinación y se acomodó entre ellas. Vida intentó cubrirse con las manos, entre excitada y avergonzada, pero Miguel las apartó con firmeza, atrapándolas contra el colchón.
Su boca se hundió entre sus muslos, lamiéndola con una lentitud cruel, saboreándola como si quisiera memorizar cada detalle. Vida se arqueó, un gemido ronco escapándose de su garganta.
—Dios… Miguel… —jadeó, apretando las sábanas con los puños cerrados.
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Editado: 22.08.2025