El día quince amaneció con un aire distinto. Vida abrió los ojos con una mezcla de nervios y alivio: la cuarentena estricta había terminado. Catorce días de encierro, de silencios, de videollamadas con Miguel y con su familia, quedaban atrás. Ahora, al fin, podía volver a sentir el calor del hogar… aunque las circunstancias no fueran las de antes.
La casa de sus padres estaba igual que en su memoria, y al mismo tiempo completamente distinta. El timbre sonó, y al abrir, la recibió su madre, que llevaba barbijo, guantes y los ojos humedecidos por la emoción.
—¡Vida! —la voz de su madre tembló al pronunciar su nombre.
Vida dio un paso hacia adelante, pero su madre levantó las manos en un gesto suave, conteniendo el impulso. —Esperá, hija. Vos sabés… —dijo, con un nudo en la voz.
La joven asintió, tragando lágrimas. El abrazo tan esperado no llegó. En su lugar, se quedaron mirándose, sonriendo con los ojos, mientras una distancia invisible las mantenía separadas.
Su padre apareció detrás, con mascarilla también, y los brazos abiertos en un gesto contenido. —Qué alegría tenerte en casa de nuevo, aunque no pueda abrazarte como quiero.
Vida no pudo evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas. El reencuentro era dulce y cruel a la vez: verlos frente a frente, escuchar sus voces, sentir su presencia… pero sin el contacto que tanto había soñado.
El resto de la familia fue llegando de a poco. Su hermano mayor se quedó en la puerta, sosteniendo un paquete con guantes puestos. —Mirá lo que te traje, para que te sientas de vuelta en Argentina —dijo, mostrándole una bolsa con facturas recién horneadas.
Vida rió entre lágrimas. —¡No sabés cuánto extrañaba esto!
—Bueno, todavía no podemos compartir el mate, ¿eh? —dijo él, con media sonrisa triste—. Así que te lo vas a tomar sola, hasta que esto pase.
Más tarde llegaron sus abuelos, acompañados por uno de sus tíos. El corazón de Vida dio un vuelco al verlos: frágiles, con los rostros cubiertos por barbijos, caminando con lentitud. Se detuvieron a unos pasos de distancia, sin poder acercarse más.
—Mi niña… —murmuró su abuela, con la voz quebrada—. Qué linda estás.
—Abuela… —Vida apenas pudo pronunciar la palabra, conteniendo el impulso de correr a abrazarla. Las lágrimas le nublaban la vista.
Su abuelo, con la voz firme aunque apagada, dijo: —Es duro no poder darte un beso, pero lo importante es que estás acá. Eso es lo que cuenta.
La tarde se llenó de charlas, de risas contenidas, de historias compartidas a la distancia. Todos estaban ahí, juntos, pero separados por la pandemia. Cada gesto de cariño debía expresarse con palabras, con miradas, con pequeños detalles, porque los abrazos seguían prohibidos.
Al caer la noche, cuando finalmente volvió a su departamento, Vida se recostó en la cama y abrió el celular. Había un mensaje de Miguel esperándola:
"Cuentame todo. ¿Cómo fue volver? ¿Cómo están tus padres y tus abuelos?".
Ella sonrió, con el corazón encogido. Respondió rápido, como si no pudiera guardarse nada:
"Fue hermoso y doloroso al mismo tiempo. Los tengo frente a mí, pero no puedo tocarlos. Y afuera, todo sigue igual o peor. Pero estoy acá, Miguel. Estoy en casa."
Un minuto después, sonó su celular. Era él, llamándola, como siempre, como si no pudiera dejar pasar ni un segundo más sin escuchar su voz.
—Vida —dijo apenas ella atendió, con un suspiro cargado de alivio—. Qué feliz me hace saber que ya has podido ver a tus familia.
Ella cerró los ojos, dejando que su voz la envolviera. —Sí… pero también es raro. Todo cambió. Volver y no poder abrazarlos es… es como estar en un sueño.
—Ya va a pasar, amor. Ya vas a poder tocarlos, y vas a poder abrazarme a mí también. Lo importante es que estás a salvo.
—Eso mismo me dijeron mis abuelos… —Vida rió suavemente, con un dejo de tristeza—. Que lo importante es estar acá. Pero duele, Miguel. Duele mucho esta distancia.
—Lo sé, Vida. Pero escuchame: no es para siempre. Ni la pandemia, ni los kilómetros, ni nada. Vamos a encontrar la forma.
Ella apretó el teléfono contra su oído, como si pudiera atravesar con él todo el océano. —Necesito creer eso, Miguel. Necesito creer que esta vez… vamos a lograrlo.
—Creelo —dijo él, con firmeza—. Porque yo no pienso soltar tu mano, aunque sea a la distancia.
El silencio de la noche la envolvió mientras escuchaba su respiración al otro lado de la línea. Por un instante, el dolor del reencuentro incompleto se alivió. No tenía a Miguel, no tenía abrazos, pero lo tenía a él al otro lado del teléfono. Y eso, al menos por ahora, era suficiente para mantener la esperanza viva.
Los días se habían vuelto insoportablemente largos. La pandemia afuera, el encierro adentro y, en medio de todo, la distancia con Miguel. Vida sentía que los mensajes constantes durante el día apenas lograban calmar la ansiedad de no tenerlo cerca. Por las noches, las videollamadas eran su único escape, un refugio en el que podían desnudar sus almas… y, cada vez más seguido, sus cuerpos.
Esa noche, apenas apareció la imagen de Miguel en la pantalla, Vida supo que algo era distinto. Sus ojos brillaban con hambre, esa mirada intensa que solía clavarle cuando la tenía debajo de él.
—Vida… —su voz salió ronca, grave, como si viniera cargada de deseo desde lo más hondo—. No aguanto más. Extraño tu cuerpo. Quiero sentirte otra vez.
El corazón de ella se aceleró y el calor subió de golpe. Tragó saliva, intentando contener un gemido.
—Yo también, Miguel… —susurró, con voz temblorosa—. Me estoy muriendo de ganas de vos.
Él se acomodó frente a la cámara, bajó la voz todavía más.
—Dime qué tienes puesto.
Vida sonrió con picardía, inclinándose apenas para que él pudiera verla mejor. Llevaba una camiseta suelta, nada más.
—Solo esto… —dijo, y despacio la deslizó hacia arriba, dejando que sus pechos quedaran expuestos frente a la pantalla.
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Editado: 22.08.2025