El vuelo desde Nueva York había sido eterno para Miguel. No porque fuera más largo de lo habitual, sino porque llevaba semanas, meses, soñando con ese momento. El PCR negativo en destino fue su salvación: la posibilidad de saltarse cualquier cuarentena y de ir directo a lo único que quería, lo único que importaba en ese instante: Vida.
Cuando atravesó las puertas de Ezeiza, el aire húmedo y pesado de Buenos Aires lo envolvió. Tomó un taxi sin dudar y durante todo el trayecto no dejó de mirar el celular, conteniendo la ansiedad. Vida lo esperaba en su departamento, sola, temblando de nervios, con la panza que ya empezaba a dibujarse bajo la tela de su vestido.
El ascensor subió lento, demasiado lento para su impaciencia. Cuando por fin la puerta del departamento se abrió, se encontraron de frente. Ella, con los ojos brillantes de lágrimas, y él, con la respiración agitada, como si hubiera corrido desde España hasta allí.
No hicieron falta palabras. Miguel soltó la maleta en el pasillo y la envolvió entre sus brazos. Vida se hundió en su pecho, y en ese abrazo se condensaron los meses de distancia, las llamadas nocturnas, las videollamadas de deseo, las lágrimas contenidas y los miedos.
—Hostia, mi vida… —susurró Miguel, hundiendo la cara en su cabello—. No me creo que estés aquí, que os tenga a los dos.
Vida levantó la cabeza y lo besó, con urgencia, con hambre. Miguel la sostuvo por la cintura, y al sentir la redondez incipiente de su vientre, se apartó un instante, mirándola con una mezcla de ternura y sorpresa.
—Joder… ya se nota —dijo, arrodillándose frente a ella sin pensarlo. Levantó suavemente la tela de su vestido y besó la curva pequeña pero firme de su barriga—. Hola, bebito… soy tu papá.
Las lágrimas corrieron por las mejillas de Vida. Le acarició el pelo, temblando por la emoción.
—Te esperábamos, Miguel. Todos los días.
Él se puso de pie de un salto y volvió a abrazarla con fuerza. La besó en la boca, en las mejillas, en el cuello, como si no pudiera saciarse.
—No pienso irme nunca más. ¿Lo oyes? Nunca. He dejado todo atrás. Mi lugar está aquí, contigo, con mi hijo.
Vida lo miró a los ojos, con el rostro encendido de felicidad.
—Entonces quedate. Porque yo tampoco quiero otra vida que no sea esta.
Se besaron otra vez, profundo, apasionado, con la urgencia de todo lo reprimido. Miguel la levantó en brazos y ella rió, sorprendida, rodeándole el cuello con los brazos. La llevó hasta el sofá y la dejó caer suavemente, cuidando cada movimiento.
Él se acomodó a su lado, acariciando una y otra vez la curva de su vientre, como si necesitara convencerse de que era real.
—Estás preciosa, Vida. Más que nunca. Y estás dándome el regalo más grande de mi vida.
Ella le acarició el rostro, con la respiración todavía agitada.
—No sabés cuánto soñé este momento. Tenerte acá, tocándome, besándome… después de tantas noches mirándote solo en una pantalla.
Miguel sonrió con picardía, esa chispa española que tanto la derretía.
—Pues prepárate, porque esta noche pienso recuperar cada segundo perdido. Pero primero… —volvió a besarle la panza, suave, reverente— tenía que saludar a nuestro pequeño.
Vida rió entre lágrimas. El amor, el deseo y la ternura se mezclaban de manera tan intensa que apenas podía respirar.
Miguel, con los ojos húmedos pero brillantes de felicidad, la estrechó de nuevo contra él.
—Os juro, Vida, que ya no hay distancia. Ni pantallas. Ni océanos. Solo nosotros. Para siempre.
La respiración de Vida estaba entrecortada, los labios aún húmedos del beso de bienvenida, y Miguel no podía apartar sus manos de su cuerpo. Meses deseándola, imaginándola, tocándose a través de una pantalla, y ahora, por fin, la tenía allí, caliente, viva, suya.
—Vida… joder, no sabes cuánto te he echado de menos —susurró Miguel contra su boca, entre beso y beso, con la voz ronca.
Ella lo miraba con los ojos encendidos, las pupilas dilatadas de deseo.
—Mostrame, Miguel… no me digas, hacémelo sentir.
Fue la invitación que él necesitaba. La levantó en brazos con la facilidad de quien no quiere dejar escapar ni un segundo y la llevó directo a la habitación. La dejó caer sobre la cama, pero no con brusquedad, sino con esa mezcla de hambre y cuidado que lo dominaba al verla embarazada.
Miguel se quitó la camiseta de un tirón. Su torso bronceado, firme, se tensaba con cada respiración. Vida tragó saliva, recorriéndolo con la mirada, y sonrió con malicia.
—Igual que en las videollamadas… pero ahora puedo tocarte.
Estiró la mano y acarició su abdomen, bajando lentamente hacia el borde del pantalón. Miguel cerró los ojos, conteniendo un gemido.
—Hazlo, Vida… llévame al puto límite, como siempre.
Ella lo obedeció, bajándole el pantalón con movimientos lentos, casi crueles. La erección estaba marcada contra la tela, tan dura y evidente que ella soltó un suspiro.
—Dios… cómo te extrañé.
Miguel rió bajo, inclinándose sobre ella para besarle el cuello.
—Y eso que aún no me tienes dentro…
Sus labios bajaron, recorriendo la clavícula, el valle de sus pechos, hasta que con manos ansiosas le quitó el vestido. Vida quedó en ropa interior, el vientre ya redondeado visible, y Miguel se detuvo un segundo, mirándola con devoción.
—Estás más guapa que nunca. Te lo juro por lo que quieras.
Ella se sonrojó, pero no apartó la mirada.
—No quiero ternura ahora, Miguel… —jadeó, tirando de él hacia sí—. Quiero todo.
Sus palabras lo encendieron aún más. Le quitó el corpiño con torpeza, como si sus manos temblaran de urgencia. Al ver sus pechos expuestos, más llenos que antes, bajó la cabeza y los tomó entre sus labios, chupando, mordiendo, mientras ella arqueaba la espalda y gemía sin control.
—Así, joder, así… —murmuraba él, excitado como un adolescente.
Los dedos de Vida bajaron por su espalda hasta meterse dentro de la ropa interior, apretando sus glúteos, atrayéndolo hacia ella. Miguel gruñó, perdiendo la poca paciencia que le quedaba, y se deshizo del último obstáculo entre ellos.
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Editado: 22.08.2025