A destiempo

Capítulo 83: Epílogo

La tarde en Buenos Aires caía lenta, bañando los edificios con un tono dorado que parecía envolverlo todo en calma. Desde el balcón del departamento, Vida observaba cómo su pequeño Valentino corría torpemente por el salón, con un cochecito de juguete en la mano, riéndose a carcajadas cada vez que chocaba contra las patas de la mesa. Tenía ya casi tres años y una energía inagotable que llenaba la casa de ruido, de vida, de ese desorden que no molesta porque es fruto de la felicidad.

Vida se acarició el vientre redondeado, notando cómo el segundo bebé se movía con suavidad en su interior. Ese nuevo milagro crecía dentro de ella, recordándole lo mucho que había cambiado su vida en tan poco tiempo. Cerró los ojos un instante, dejando escapar un suspiro cargado de gratitud.

—¿Otra vez hablando con la panza? —la voz de Miguel llegó desde la cocina, acompañado del aroma a salsa casera.

Ella sonrió sin girarse.
—Alguien tiene que contarle lo que pasa afuera. —Se acarició con ternura—. Que sepa que va a tener el hermano mayor más travieso del mundo.

Miguel apareció con el delantal puesto, una cuchara en la mano y esa sonrisa que todavía la hacía estremecer como el primer día. Se acercó por detrás, la abrazó y apoyó la barbilla en su hombro.
—Yo diría que tiene la madre más guapa del mundo.

—Miguel… —Vida se sonrojó, dándole un codazo cariñoso.

—Es la verdad, joder. —Él deslizó una mano por su vientre, acariciando el abultado perfil con devoción—. A veces no me creo que lo estemos viviendo. Dos hijos, aquí, contigo. Si me lo hubieras dicho hace cuatro años, te habría tomado por loca.

—Y tú igual te habrías enamorado —respondió Vida, girándose para besarlo.

Él rió contra sus labios.
—Eso sí, de eso no tengo dudas.

Valentino irrumpió en la escena, abrazando las piernas de ambos.
—¡Papá, mamá, miren! —levantó su coche de juguete como si fuera un trofeo—. ¡Chocó fuerte!

Miguel se agachó y lo levantó en brazos, haciéndolo girar en el aire mientras el niño reía a carcajadas.
—Eres un campeón, Valen. Pero no vayas a romper la mesa, que tu madre me mata.

Vida los observó con el corazón desbordado. Había algo en esos instantes que la llenaba más que cualquier logro personal: ver a Miguel convertido en padre, entregado, tierno, divertido. Ese mismo hombre que la hacía temblar entre las sábanas, ahora era también el que sabía preparar la mejor cena y el que se levantaba de madrugada a cambiar pañales sin quejarse.

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Después de cenar juntos —con la clásica batalla para que Valentino comiera las verduras—, el niño quedó rendido y se durmió rápido en su cama. La casa quedó en silencio, con el leve rumor de la ciudad de fondo.

Vida y Miguel recogieron los platos en la cocina. Él la observaba de reojo mientras lavaba, con una expresión que mezclaba ternura y deseo. Había aprendido a admirar cada etapa de su cuerpo: la curva más redondeada de su vientre, la suavidad de su piel durante el embarazo, la forma en que sus pechos se volvían aún más generosos. Todo lo excitaba de un modo nuevo, más profundo, más adulto.

—¿Sabes qué estaba pensando? —dijo él, secándose las manos con un paño.

—Mmm, ¿que te olvidaste de apagar el horno? —bromeó Vida.

Miguel negó con la cabeza, acercándose lentamente hasta quedar frente a ella.
—Estaba pensando en cómo hemos cambiado… y al mismo tiempo, en cómo seguimos siendo los mismos. —Le apartó un mechón de cabello húmedo—. Antes teníamos todo el tiempo del mundo para nosotros. Ahora tenemos que robarlo. Y aun así… cada vez que te miro, me siento como un adolescente.

Vida sintió un cosquilleo recorrerla desde el vientre hasta las piernas.
—No eres el único —confesó en voz baja—. Aunque esté cansada, aunque pase el día detrás de Valen… basta con que me toques así y ya quiero todo contigo.

Miguel sonrió con esa chispa traviesa que tanto la atraía.
—Entonces estamos jodidos… porque yo quiero todo contigo siempre.

La besó despacio, un beso largo, lleno de esa complicidad que habían construido con los años. No era la urgencia de los comienzos, era algo más hondo: la certeza de que se tenían, de que se elegían cada día.

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En el dormitorio, la lámpara de mesa encendía apenas la habitación con una luz cálida. Vida se acomodó sobre la cama, apoyando las almohadas tras la espalda. Miguel se tumbó a su lado, girado hacia ella, y pasó una mano por su vientre abultado.

—¿Sabes qué me pone de ti ahora? —preguntó él, con voz ronca.

Ella arqueó una ceja.
—Me temo que lo descubriré en breve.

—Todo. —La palabra salió como un susurro grave—. Tu cuerpo cambiando, tus pechos más llenos, tus caderas más anchas… saber que aquí dentro —acarició el vientre— está creciendo otra vida nuestra. Joder, Vida, es lo más erótico que he visto en mi vida.

Ella rió, ruborizada.
—Eres incorregible.

—Soy un hombre enamorado —corrigió Miguel—. Y además, muy caliente por ti.

La besó con más intensidad, deslizando la lengua con lentitud, saboreándola. Vida gimió suavemente, acariciándole la nuca. Sus manos bajaron por su pecho, explorando su abdomen firme, recordando cada músculo, cada línea que tanto la atraía.

—¿Te acuerdas de cuando pensábamos que el embarazo iba a quitarnos las ganas? —murmuró ella entre besos.

—Qué ingenuos éramos —rió Miguel, bajando a besarle el cuello—. Ahora me vuelves loco más que nunca.

Se acariciaron con calma, con ternura, pero pronto el calor creció entre ellos. Vida guió la mano de Miguel hasta sus muslos, y él obedeció sin apartar la mirada de sus ojos. La respiración de ambos se volvió más agitada, mezclando susurros con caricias cada vez más íntimas.

—Miguel… —jadeó ella, cerrando los ojos un instante—. Prométeme que nunca vamos a dejar de buscarnos así.

Él le sostuvo la cara con las dos manos, mirándola fijo.
—Lo juro, Vida. Ni cuando seamos viejos. Ni cuando nuestros hijos llenen la casa de ruido. Siempre serás la mujer que me pone duro con solo mirarme.




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