Ehecalt
Con Joe, habíamos encontrado entre los escombros una serie de recipientes y reactivos que, a primera vista, parecían restos inútiles. Sin embargo, al leer los nombres inscritos en las etiquetas—peróxido de hidrógeno, cloruro férrico, hidróxido de sodio—algo hizo clic en mi mente. Fue como abrir una puerta polvorienta que llevaba años cerrada y descubrir que estaba llena de tesoros. Eran justo los componentes necesarios para purificar grandes cantidades de agua. Parecía un milagro forjado entre ruinas.
Nos pusimos a trabajar de inmediato.
Las soluciones comenzaron a burbujear en matraces improvisados, y una capa de sedimentos opacos se acumuló lentamente en el fondo de uno de ellos. El aire pronto se llenó de su agudo olor ácido, mezclándose con el ya acostumbrado picor del entorno. Era un ambiente denso y tan químico, que me envolvía como un refugio.
Entonces, mi cabeza se apiadó de mí y me permitió ver algo. Un recuerdo. Un pensamiento. Una nota.
"El proceso de descomposición de estas criaturas depende del equilibrio entre oxidación y desnaturalización”
Esa frase… fue tan clara como si alguien la hubiera pronunciado a mi oído. Antes. Era de ella, lo sabía.
Pero su voz no era exactamente un recuerdo, más bien era una presencia, un juicio. Sus palabras siempre habían sido mis órdenes durante mucho tiempo, y ahora se infiltraban en mi trabajo como una humo imposible de disipar.
Quise centrarme en ese pensamiento, porque era importante, pero tuve que arriesgarme a perderlo porque tenía un trabajo que terminar. Durante la media hora siguiente me la pasé frente al fuego de metanol destilando, mezclando y calculando como desquiciado. Tenía aproximadamente una hora para evitar que el agua ya contaminada del depósito llegara al pozo y nos quitara el único suministro que no podíamos perder.
Mi boca murmuraba un cálculo en moles sin que apenas me diera cuenta. Los objetivos eran claros: crear un compuesto que neutralizara la composición de las toxinas ácidas para evitar que perjudiquen el agua y también otro ácido aún más fuerte para acelerar la degradación de sus tejidos y eliminarlos como fuente de contaminación para nosotros. No solo su sangre era tóxica, lo era todo su cuerpo.
Por eso te ia que destruirlo.
Aunque signifiara perder un objeto de estudio.
Para lograrlo, necesitaba el vinagre, solo una gotas para activar la reacción que quería, y ya que no tenía un gotero a la mano, tuve que sumergir un dedo en el líquido y tirar con él las gotas directamente en la mezcla. Arabell y Joe me miraban, completamente ajenos a que si la mezcla llegaba a tocar mi mano, la perdería.
Tal vez debería hacerlo.
Alejé mi mano enseguida, provocando que se derramara todo el vinagre en el piso. Arabell se acercó enseguida y me preguntó si algo andaba mal, la alejé con excusas tontas y seguí trabajando. Hubo un momento en el que las voces a mi alrededor se desvanecieron. Sólo el burbujeo de las mezclas y el tenue zumbido de mi respiración permanecieron. Se sintió casi como estar en un laboratorio de otra época, un lugar que conocía, pero que no podía recordar del todo.
Allí, en medio de ese lapso de paz mental, tuve otro destello: una imagen borrosa de un aula, una mesa de acero reluciente bajo la luz blanca, y mi propia voz—más joven, más segura—explicando con detalle cómo calcular un punto de equivalencia. Hubo aplausos, felicitaciones y promesas…
El recuerdo se desvaneció tan rápido como llegó, dejándome con un peso extraño en el pecho.
Aunque la memoria consciente me fallaba y eso a su vez me jodía la vida cada vez que se hacía evidente, la lógica química seguía intacta. Así que me aferré a eso.
Sabía que las proteínas que fortalecen la piel de los monstruos eran similares a una cadena polimérica ultra resistente, pero vulnerables a ciertos procesos de hidrólisis catalizada. Cada sustancia que había traído servía para un propósito: romper enlaces, desactivar enzimas, alterar la estructura molecular lo suficiente como para convertirlos en algo inofensivo. Básicamente, convertir veneno en desinfectante. Había practicado algo similar con veneno de mamba negra y hasta petróleo, logrando eliminarlas en un 87% de los alimentos. Era muchísimo y definitivamente los volvía ingeribles, pero nada me garantizaba que fuera lo mismo con este caso.
Sin embargo, como no había algo más por hacer, me aferré a la esperanza de que sería suficiente.
Mis manos se movían con la precisión de siempre, era casi como si estuvieran operando en piloto automático. Añadí algo más a una de las mezclas y observé cómo el líquido burbujeaba violentamente y se deshacía de cualquier rastro de pigmento, volviéndolo incoloro. El compuesto resultante debería ser suficiente para deshacer los restos que queden en tuberías sin desgastarlas.
Por un momento, olvidé que estaba siendo observado. La química era mi refugio, incluso cuando el mundo y yo parecíamos habernos olvidado mutuamente.
Levanté mi mirada y me encontré con dos pares de ojos penetrantes. Gris y azul eléctrico me miraron con partes iguales de renuencia e interés.
—¿Eso es...? —preguntó Arabell, señalando el recipiente más grande.
—Un intento de neutralización —respondí. Mi voz sonó seca, casi distante. Luego recordé. Justifica cada respiro—. Si queremos seguir usando el agua del pozo, necesitamos descomponer cualquier rastro orgánico de manera segura. Estos cadáveres no solo son tóxicos por fuera; sus secreciones internas pueden contaminar una fuente completa en cuestión de horas.
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Editado: 02.01.2025