Estábamos jugando a la basta con Thiago y Nelly cuando ellos llegaron. Habían pasado cinco días.
Quien nos avisó fue Vivian, que llegó gritando a la enfermería.
—¡KEITH! ¡CHICOS! ¡NECESITAMOS AYUDAAAA!
—¿Heredera?— Keith asomó la cabeza desde su oficina—. ¿Qué pasa?
Vivian corrió con ella, pasando sin vernos ni saludarnos como usualmente haría.
—¡Están aquí! ¡Llegaron!
—¿Quiénes?
No pude entender el resto de la conversación, pero se oía urgente. Me puse nervioso al instante. ¿Otro monstruo? Había pasado en vela la última semana desde aquel día en que ví uno por primera vez, aterrado de que tuviera una experiencia igual a esa pronto.
Las ansias me habían distraído del juego así que lo dejé de lado y me dispuse a ir con ellas.
—¿Ehi?
—Quiero ver qué pasa.
—La heredera siempre exagera. No te preocupes. Quizá sean los hombres que Jake envió a patrullar…
En ese momento, Keith gritó.
—¡Ehecalt, Nelly, Leti, Mía! ¡Al atrio! ¡Mis pequeños doctores, dirigiros al atrio enseguida con su equipo! ¡Su equipo y muchas, muchas vendas! ¡Thiago, qué milagro que estéis aquí cariño, ven tú también!
Intercambié una mirada con ellos antes de que ellos decidieran que no era tan importante escoger una Ciudad con la letra “K” –en este punto de la vida seguro cualquier respuesta estaba bien y mal al mismo tiempo–. Nos levantamos y corrimos por el equipo que nos pidió. Thiago no era parte del cuerpo médico de la base, pero sabía de primeros auxilios así que, cuando faltaban manos, pedían su ayuda. Corrimos detrás de Keith y Vivian.
El atrio era un caos. Apenas cruzamos la puerta, un torrente de gritos, gemidos y pasos apresurados nos golpeó como una ola. El aire estaba impregnado de sangre, sudor y desesperación. Había cuerpos por todas partes, algunos tendidos en el suelo sobre mantas improvisadas, otros sosteniéndose apenas en sus compañeros. Un par de heridos intentaban caminar, tambaleándose, antes de desplomarse de rodillas. La mayoría presentaban cortes profundos, quemaduras y contusiones; otros, peor aún, tenían miembros en ángulos antinaturales o heridas que no dejaban de sangrar.
Todos se movían frenéticos, tratando de contener la avalancha de dolor que se desbordaba en la sala común. Se escuchaban órdenes gritando sobre el estruendo: pedir más gasas, más vendajes, más manos. Pero no había suficientes. Contando a Thiago, eramos 11 enfermeros en total. Solo faltaba Sam, pero a él no lo veía por ninguna parte.
Justo después de pensar eso, escuché su voz.
—¡Keith! ¡Tengo un niño!
Ella estaba en medio del lugar, moviendo a todos, pero giró hacia él en cuanto escuchó la palabra “niño”. Sam cargaba un bulto envuelto en tela beige, y su expresión oscilaba entre el alivio y el pánico. Keith tardó menos de un segundo en reaccionar.
Ellos dos y otra médico de mediana edad que no conseguía recordar desaparecieron por los pasillos, presumiblemente a la enfermería. Después de eso, la escena frente a mí pareció volverse más borrosa con cada herido que caía al suelo. Mi corazón latía con fuerza en mis sienes mientras intentaba enfocarme en las manos, en las vendas, en cualquier cosa que no fuera el mar de cuerpos ensangrentados a mi alrededor. Pero entonces lo vi.
Joe entró al atrio con paso lento y pesado, cargaba algo sobre su espalda. No, a alguien. A Arabell.
Me quedé paralizado.
Ella estaba casi inconsciente, su cabeza recargada completamente en el hombro de Joe y sus brazos enroscados sin fuerza en sus hombros. Por la posición en la que estaba no podía ver bien la cara, pero a simple vista, notaba que su piel tenía un tono pálido que no le pertenecía. Mi estómago se hundió.
Corrí hacia ella sin pensarlo.
—¡Arabell! —mi voz salió más alta de lo que pretendía.
Joe me miró enseguida, y se detuvo para esperarme. Mientras me acercaba, ví que su cuerpo también estaba cubierto de cortadas, su ropa rasgada y oscura por la sangre, pero mi atención estaba atrapada en Arabell. Me sentí mareado, como si todo el aire hubiera sido arrancado del atrio.
—¿Qué les pa…?
Pero Joe no me dejó terminar la oración, de hecho, creo que ni siquiera se había dado cuenta de que yo estaba hablando. Sus ojos no me veían a mí, sino detrás de mí. Veían a…
—Thiago.
Fue un suspiro. Un último aliento.
Entonces sucedió algo extraño. Joe y Thiago se miraron por un largo instante, como si nunca antes se hubieran visto. Como si, por primera vez, entendieran algo sin necesidad de hablar… Hubo una conexión entre sus miradas que me hizo arder el pecho de envidia.
De pronto, sentí que estorbaba, que todos estorbamos.
Arabell murmuró algo en el oído de Joe, y él pareció dudar un momento antes de bajarla. El dolor se le notaba en cada movimiento, así que me apresuré a ayudarle a quitarle a Arabell de encima.
Levanté la mirada hacia Joe y, por primera vez, vi el estado en el que estaba realmente. Había sangre en su rostro, heridas en sus brazos, y su pierna temblaba de un modo que no era normal. Antes de que pudiera preguntar nada, Thiago se movió.
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Editado: 02.05.2025