—Vigila tu tensión arterial, papá, la semana pasada la tuviste por las nubes—regañé, colocando el cuello de su chaqueta.
—¿Te acuerdas de lo que decía el abuelo cuando el manguito del tensiómetro?
—Eso me marea, joder—dijimos al unísono entre risas, imitando su tono bronco durante los últimos estadios del cáncer.
—Hazlo dos veces al día, por la mañana y por la noche, de lo contrario, volaré a Nueva York y lo haré yo misma. Después de haberte dado una azotaina, claro.
—No te preocupes tanto por mí, tesoro, disfruta de tus prácticas de empresa, aprenderás mucho en Vogue. El ático está a tu gusto, ¿Cierto?
Me mordí el labio inferior. Claro que estaba a mi gusto, lo mandó a decorar para mí. Un amigo suyo era el dueño del edificio, en la zona más exclusiva de la ciudad.
—Es increíble papá, gracias.
—Te espera tu propia empresa cuando vuelvas a Nueva York—reveló, mirando una de las pantallas del aeropuerto, su vuelo salía dentro de poco.
—No sé si estaré preparada.
—Lo harás muy bien, Helena, eres una Duncan. Estás en la flor de la vida y tienes talento, ¿Qué más se puede pedir?
Sonrió, besando mi mano. Sus ojos azules se quedaron fijos en los míos, y los segundos se hicieron eternos. Esperaba esa frase, la necesitaba. Salía de sus labios en contadas ocasiones y lo cierto, es que no lo culpaba, la única culpable de todo, era yo.
—Te quiero, cielo, te echaré de menos. ¿Quién me llamará para asegurarse de que he desayunado?
—Puedo seguir haciéndolo—avisé, señalándolo con un dedo.
—Prefiero que me llames para contarme lo mucho que estás disfrutando de tu estancia en París.
Y así lo haría, aunque quizás no atendiera mi llamada a la primera, ni a la segunda. Ser un Duncan era una gran responsabilidad.
Lo ayudé a facturar su escaso equipaje, lo justo para unos días y despidiéndome desde la puerta de embarque, mi piel se erizó.
Mi aventura parisina.
Así decidí catalogar los seis meses que trabajaría para Vogue, donde asistiría a desfiles de alta costura y estaría en contacto con las firmas más poderosas de Europa.
Era bueno en el mundo del marketing, crear una cartera de potenciales clientes y sin duda, sería un buen lugar para empezar.
Mi propia empresa.
¿Estaba preparada para asumir el mando en Nueva York?
Heredaría un imperio en unos años, debía empezar a forjar el que sería el legado de mis hijos.
A mis veintidós años no imaginaba un bebé saliendo de mi vagina, o un matrimonio con algún capullo de Wall Street.
Las fiestas en el Soho, las vacaciones en Montecarlo y los desfiles de la Fashion Week neoyorquina eran mi pasión, no me veía sacrificando todo aquello por un tío con el ego del tamaño de Brasil.
Pero el apellido de los Duncan, no podía perderse.
Monté en el primer taxi de la parada que había fuera del aeropuerto y puse rumbo a una cita muy especial, en uno de los lugares más bellos de la ciudad.
Llevaba dos años sin verlo y las piernas me temblaron al recordar el último encuentro. Vivíamos a miles de kilómetros y aunque no nos reuniéramos con asiduidad, el tiempo parecía no pasar por nosotros. Siempre enlazábamos un tema de conversación con otro y en su presencia me sentía cómoda.
Él no me juzgaba, su amor por mí, era verdadero.
Y allí, en la entrada del cementerio Père Lachaise, esperaba con su maletín, mirando el reloj de cadena, prendido en el interior de su chaqueta de tweed color arena.
Entornó los ojos en mi dirección y bajo el sol de la mañana, el gris de sus iris se volvió de un azul tan claro que me fascinó.
—Mi pequeña, Helena—saludó sonriente, abriendo los brazos—. Te has convertido en toda una mujer, los jóvenes de tu edad deben pelearse por ti.
—Lo cierto es que no, pero tampoco importa.
Mis habilidades con los hombres, eran más bien escasas.
Dejó su mano en mi mejilla, con una expresión paternal en su rostro anguloso, surcado de pequeñas arrugas.
—Pues ellos se lo pierden.
Abrazada a él, aspiré el olor de su jabón. Lo usaba desde que era pequeña y me transportaba a una época que quedaba muy lejana en mi mente.
—Vamos, entremos—apremió, y tomé el brazo que me ofrecía—, tengo que ver al rey lagarto.
Abrí mucho los ojos, incrédula.
—¿Te gusta Jim Morrison?
—Por supuesto, soy un gran fan de su música y sus letras, era un gran poeta.
Atravesamos las puertas del cementerio y dejé que la paz de todos los que yacían en sus sepulcros, me embargara.
Mi lugar favorito en el mundo.
No era por los personajes famosos que descansaban allí, flotaba algo mágico en el ambiente.
Aunque los parisinos lo utilizaran como parque, atestando sus calles empedradas por la tarde, yo me sentía sola, en una realidad que no era la mía.
Paramos frente a la tumba del rey lagarto y Charles sacó del bolsillo de su chaqueta una rosa roja seca y prensada, de esas que metían en el interior de un libro durante semanas.
La dejó caer, uniéndose a las muchas flores, botellas de licor y otros recuerdos que los fanáticos dejaban junto al difunto.
Su epitafio en griego antiguo, tallado en una placa de hierro forjado, decía así: “cada quién con su propio demonio”.
—La muerte de Jim fue todo un misterio. No hubo autopsia oficial y eso alimentó el mito, también se cuenta, que dentro de su ataúd, solo hay un millón de libras esterlinas en monedas.
—¿Crees que fingió su propia muerte?—pregunté, después de lanzar un beso al rey.
—Pienso que todo eso es una leyenda, pero como no he mirado dentro de su tumba, no puedo estar seguro—“la razón antes que una falsa conclusión”, así solía llamarlo cuando yo era niña—. Quizás quisiera escapar de la fama y las discográficas, de sus obligaciones.
Caminamos entre las tumbas y mausoleos, dejando que la brisa fresca de febrero, hiciera ondear nuestros abrigos.