El viento azotaba con furia, arrastrando la lluvia que golpeaba el rostro de Nathaniel mientras estaba al borde del acantilado. La oscuridad se extendía ante él, un vacío infinito que reflejaba la tormenta interna que lo consumía. El vértigo lo paralizaba, y esta vez, la montaña no era un refugio, sino un enemigo implacable.
Sus manos temblaban, su respiración era entrecortada. “No puedo… no puedo”, murmuró con la voz rota, sintiendo que cada segundo era una batalla contra el abismo.
Entonces, entre el estruendo de la tormenta, una voz suave y firme surgió en su mente, como un faro en la oscuridad.
—Nathaniel, estoy aquí. No estás solo.
Era la voz de Mila, la última conexión con una realidad que parecía tan distante. Recordó aquella llamada cuando el pánico lo había atrapado, y cómo ella le había susurrado con paciencia y ternura:
—Respira conmigo, dime dónde estás. No tienes que hacerlo solo.
Él había cerrado los ojos, apoyándose en esa voz, en esa calma que le tendía una mano invisible.
—No quiero que te alejes —confesó, con la voz quebrada—. Pero no sé si puedo seguir.
—No estás solo. Estoy aquí contigo —respondió ella—. Juntos, paso a paso.
El viento se intensificó, y con un suspiro tembloroso, Nathaniel susurró:
—¿Y si el miedo me gana?
La voz de Mila fue un susurro en la tormenta:
—Entonces caeré contigo. Pero nunca te dejaré caer solo.
En ese momento, abrió los ojos y allí estaba ella, inesperada, empapada por la lluvia, con su cabello pegado al rostro, acercándose sin miedo. Sus miradas se encontraron, y todo el ruido a su alrededor desapareció.
Sin pensarlo, Mila se lanzó hacia él, y sus labios se encontraron en un beso cargado de promesas no dichas, de miedo y valentía entrelazados. Era un beso que quemaba y calmaba al mismo tiempo, un instante suspendido donde el tiempo parecía doblarse.
Cuando se separaron, Nathaniel sintió que el peso en su pecho había disminuido, que la tormenta interna había encontrado una tregua.
La montaña seguía siendo alta y peligrosa, pero aquella noche, en medio del aguacero, supo que no enfrentaría el abismo solo.
Porque, a veces, un beso puede ser el primer paso para volver a escalar.