A la Altura de tus Miedos

Capítulo 1 – Ruido en el silencio

Nathaniel

Nathaniel no se sentía él mismo desde hacía meses. Miraba a su alrededor y sabía, sin necesidad de pensarlo demasiado, que estaba fuera de lugar. Aún no estaba listo para estar ahí sentado. Levantar el teléfono, buscar la página web, llenar el formulario y pedir la cita ya le había parecido suficiente esfuerzo como para ahora tener que estar físicamente en ese sitio, esperando.

Había llegado quince minutos antes. Sin querer darse la oportunidad de acobardarse, salió del auto casi por impulso. Ahora, sentado en la sala de espera, se preguntaba si de verdad había sido una buena idea.

Se sentó en el sofá de la sala de espera, jugueteando con una goma elástica que llevaba en la muñeca. Había prometido que solo iría a una sesión. Una. Para que todos dejaran de mirarlo como si fuera a romperse. Aunque en el fondo… ya lo estuviera.

El reloj de pared marcaba las 9:55 a.m. con un clic suave que se sintió más fuerte de lo que debía. Su pie se movía en un vaivén nervioso. Desde afuera no lo parecería, pero por dentro, cada minuto era una batalla.

La puerta se abrió con un sonido amortiguado.

Nathaniel, con los hombros aún tensos, alzó la mirada. Una mujer acababa de entrar, sosteniendo un vaso térmico de cartón entre las manos. Caminaba con paso tranquilo, como si no tuviera prisa por llegar a ningún lado. Vestía un pantalón de lino marfil y una blusa verde oliva que caía suavemente sobre sus hombros anchos, bien proporcionados. Su cabello castaño claro, recogido con cuidado llegaba un poco más arriba de la cintura.

La observó cruzar unas palabras con la recepcionista. No alcanzó a escuchar lo que decían, pero al ver que ambas sonreían, sintió algo descolocante: no parecía una terapeuta. O al menos, no una como la que él se había imaginado.

Ella volvió el rostro y sus ojos, grandes, color verde, se posaron en él con calidez.

—Nathaniel Lavenik —llamó con voz clara y serena, como quien invita a caminar por un sendero conocido.

Se puso de pie sin decir nada. Ella se acercó con un gesto amable.

—Hola, soy Mila Terrence. Puedes acompañarme —dijo, haciendo un pequeño gesto con la mano, como guiándolo sin presionarlo.

La siguió por un pasillo silencioso. Mila abrió la puerta de su consultorio y lo invitó a pasar. El espacio era limpio, ordenado, pero no lograba encontrarle la calidez que creía que tendría una sala de terapia. Tal vez había esperado paredes llenas de frases motivadoras o sillones mullidos. Aquí todo era más sobrio, más contenido. Como ella pensó.

—Puedes sentarte donde prefieras —dijo, mientras dejaba su café sobre el escritorio y colgaba su abrigo en el perchero. Luego se acomodó en una de las butacas, no demasiado lejos de él, pero dejándole espacio suficiente.

Nathaniel se sentó con algo de rigidez. Miró el suelo, luego el escritorio, y apenas notó cuando Mila se le quedó viendo con una sonrisa divertida.

—No te preocupes, no voy a pedirte que te acuestes en un diván ni que me hables de tu infancia… al menos no en los primeros cinco minutos —dijo con una expresión amable.

Nathaniel, sin esperarlo, soltó una breve risa. Pequeña, casi inaudible, pero real. Se sorprendió al notar que sus hombros se habían relajado.

—Perdón… no me lo esperaba —dijo.

—Eso es bueno. Me gusta romper la imagen dramática de “la terapeuta misteriosa” —añadió con un guiño sutil, mientras tomaba un sorbo de café—. Aunque con este clima lluvioso, admito que el ambiente invita a la introspección.

Nathaniel asintió, aún dudoso.

—¿Te gustan los días así? —preguntó Mila, observándolo sin apuro.

Él se tomó unos segundos antes de responder.

—No lo sé. A veces sí. Hoy… no estaba seguro de si quería salir de casa.

—Tiene sentido —respondió ella, sin presionarlo—. A veces, los días grises sacan a flote cosas que solemos esconder.

Nathaniel la miró por un instante, como tanteando si debía abrirse o no. Ella mantuvo su expresión tranquila.

Entonces Mila se acomodó en su asiento, con un tono más suave.

—Y bien… ¿qué te trae aquí hoy?

Nathaniel bajó la vista. Sus dedos giraban la goma entre sus manos como si de ello dependiera que el aire siguiera entrando en sus pulmones.

—Honestamente… no sé por qué estoy aquí —dijo sin levantar la mirada.

Mila asintió suavemente. No parecía sorprendida.

Él apretó la mandíbula antes de hablar de nuevo.

—Estoy en un equipo de escalada… —se interrumpió un segundo, reorganizando las palabras—. Hace un tiempo tuve un accidente, digamos que fueron momentos dificiles tanto para ellos como para mí.

Dicho así, parecía una anécdota más. Casi liviana. Pero su tono cargaba otra cosa.

—Desde entonces… no ha sido igual. Supongo que pensé que era cuestión de tiempo. Que pasaría. Pero no pasó. Y la gente empezó a notar. Preguntar. Insistir. Así que… estoy aquí. Para que dejen de hacerlo.

Mila no lo interrumpió. Solo asintió con un leve gesto.




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