Mila
Mila había aprendido a no involucrarse antes de tiempo.
Era una regla no escrita que había adoptado desde su primer año de formación: no mirar más de lo necesario antes de la primera sesión, no leer los informes con demasiada profundidad, no dejar que el caso se convirtiera en una historia antes de conocer a la persona. Prefería llegar limpia, sin prejuicios, con espacio para construir el vínculo desde la escucha, no desde la teoría.
Pero con él… fue diferente.
Cuando recibió el expediente, lo ojeó con la misma ligereza de siempre, hasta que su mirada se detuvo en el nombre: Nathaniel Lavenik.
El nombre resonó en su memoria como un eco que no esperaba encontrar. Lo había leído antes. Tal vez en una noticia de esas que uno pasa de largo, o en una conversación entre colegas sobre personas que enfrentaban lo imposible. Abrió el archivo digital y, contra sus costumbres, buscó lo que los medios habían dicho. Había fotos. Titulares. Opiniones. Videos editados y entrevistas superficiales que prometían contar la verdad.
Pero para ella no era suficiente.
Para ella, algo en ese caso la tocaba.
Tal vez fue la mirada. La suya, antes del accidente. Llena de determinación, de vida.
Y luego, la otra. La que se había dejado ver en los recortes posteriores: una sombra, una desconexión difícil de explicar.
Sintió un nudo en el estómago. No por lo que había pasado exactamente, sino por lo que no se decía. Por el vacío entre los titulares. Por la forma en que algunas historias terminan en silencio sin que nadie se detenga a pensar qué pasa después.
Mila cerró la pantalla, pero no logró cerrar la emoción que eso le generó. Algo se había activado. Algo que prefería no remover.
No era la primera vez que un caso removía sus propios recuerdos, pero esta vez fue más directo. Más incómodo.
Estuvo a punto de rechazarlo. Por ética, por cuidado personal, por esa regla que repetía como un mantra: “no tomes lo que aún no estás lista para sostener”.
Pero entonces recordó por qué había pasado los últimos cuatro años especializándose. Por qué había leído tanto, supervisado tantos procesos, dedicado horas a perfeccionar su enfoque con pacientes que atravesaban traumas intensos. Casos en donde la identidad quedaba suspendida entre el antes y el después.
Este era uno de esos.
Y Nathaniel era ahora uno de los suyos.
No sabía exactamente qué sería lo difícil. Tal vez la resistencia, tal vez su mirada, o lo que evocaba en ella sin permiso. Pero sí sabía que quería estar presente en ese proceso. Profesional, firme, disponible. Consciente de que no lo conocía en absoluto, que los medios no decían nada real. Que lo que él cargaba no se veía en ninguna imagen.
Y aun así… quería acompañarlo.
Era su trabajo. Pero también, su vocación.
*******************************************************
A Mila siempre le había gustado la lluvia. Había algo en ella que la hacía sentir conectada con el presente, como si el mundo entero se detuviera por un instante y se dedicara solo a respirar. Caminó con paso tranquilo bajo su paraguas gris, disfrutando el ritmo de las gotas sobre la tela y el aroma del café humeante que sostenía entre las manos: su acostumbrado mocaccino con leche de almendra, sin crema. Pequeños rituales como ese hacían que cada día tuviera algo de hogar.
Cuando llegó a la clínica, saludó como de costumbre a la chica sentada en recepción y se percató de que él “Nathaniel Lavenik” ya estaba allí, sentado.
Lo miró con profesionalismo, pero no pudo evitar sentir un tipo de admiración profunda. No por lo que había enfrentado —eso aún no lo sabía con certeza—, sino por lo que aún parecía sostenerse en pie dentro de él.
Le pareció injusto reducirlo a una historia de trauma, a un caso emblemático. Frente a ella no estaba un símbolo ni un personaje. Había un hombre que respiraba, que cargaba con algo invisible pero real.