A la Altura de tus Miedos

Capítulo 3 – La fisura

Nathaniel

No dijo mucho al salir. Solo un “gracias” apenas audible, y se marchó sin mirar atrás.

La lluvia había amainado, pero el cielo seguía gris. Nathaniel caminó unas cuadras hasta su auto. No sabía qué pensar. La sesión no había sido mala, pero tampoco sentía que lo hubiese ayudado. En realidad, no sabía si volvería. Hablar de su vida no era algo que se le diera bien. Menos aún cuando la mayor parte del tiempo ni siquiera sabía qué decir.

Encendió el motor, puso música al azar.

Con el paso de los días, decidió demostrarse a sí mismo y a los demás que podía volver a ser como antes. Así que finalmente atendió los mensajes insistentes en su celular y condujo hacia el club donde solía pasar más tiempo que en su propia casa.

Había una pequeña reunión con algunos de sus compañeros del equipo. Una de esas celebraciones que servían más para aparentar normalidad que para disfrutar realmente. Lo recibieron con palmaditas en la espalda, sonrisas falsas y algunas bromas incómodas. Él sonrió también, por reflejo, como si todavía recordara cómo funcionaba eso.

Pero no pasó mucho tiempo antes de que los reporteros aparecieran. Como un enjambre bien entrenado, se acercaron con cámaras y micrófonos, preguntando si era cierto que había abandonado el entrenamiento, si era verdad lo del colapso en la pared de práctica, si estaba en tratamiento. Una mujer con voz suave, pero incisiva, le preguntó:
—¿Es cierto que ya no estás en condiciones de competir?

Nathaniel se congeló.
El aire se volvió denso, irrespirable. Las palabras se amontonaron en su garganta, pero ninguna encontró la salida.

Fue Chase, su compañero de siempre, quien dio un paso al frente.

—No hay comentarios por ahora —dijo con firmeza, interponiéndose entre Nathaniel y los flashes—. Déjenlo en paz.

Lo tomó del brazo y lo guió hacia el interior del recinto, lejos de la muchedumbre.

—¿Estás bien? —le preguntó cuando estuvieron solos.

Nathaniel asintió, aunque no era verdad. Chase no insistió.

—Si quieres irte, yo te cubro. Ya has hecho bastante con aparecer.

Nathaniel murmuró un “gracias” y se alejó. Se dirigió hacia un rincón del área trasera donde aún caían unas gotas. Respiró hondo. Recordó lo que Mila le había dicho al cerrar la sesión:

"Si te sientes sobrecargado, haz una pausa. Observa lo que sientes. Respira. Nombra la emoción. Solo nómbrala."

Ansiedad.
Presión.
Vergüenza.

Pero al nombrarlas, no desaparecieron. Al contrario. Se volvieron más reales. Más pesadas.

Y entonces llegó el vacío. El de verdad.

El corazón se le aceleró, la visión se le nubló y una punzada le cruzó el pecho como un cuchillo mal intencionado. El aire ya no entraba. Se apoyó en la pared, resbalando poco a poco hasta quedar casi en cuclillas. Temblaba.

No podía más.

Buscó en su bolsillo. Manos torpes. Dedos entumecidos. Hasta que la sintió: la tarjeta.
El número.

Marcó.
Un tono.
Otro.
Y luego, la voz.

—¿Nathaniel? —la calidez de Mila atravesó el auricular como si supiera.

—No... no puedo respirar —alcanzó a decir él con un hilo de voz, roto, casi infantil—. No sé qué me pasa.

Ella comenzó a guiarlo. Con palabras lentas, claras. Lo ayudó a regular su respiración. Lo animó a apoyar la espalda. A enfocar la mirada en algo cercano. A no luchar contra el miedo, sino a dejarlo pasar como una ola.

Pasaron varios minutos.

Y cuando al fin su pecho comenzó a ceder, cuando el aire regresó y las lágrimas comenzaron a salir sin control, Nathaniel no dijo nada más.

Solo se dejó ir.

Lloró.

Como no lo hacía desde hacía años.
Como si de pronto todas las veces que lo evitó se hubieran acumulado para explotar en ese instante.

Lloró por lo que perdió,
por lo que fingió no doler,
por lo que no sabe cómo seguir.

Y en ese rincón oscuro de una noche sin estrellas, se dio cuenta de lo solo que se había vuelto.

De lo completamente solo que estaba.

****************************************************

Nathaniel se recompuso como pudo. Tomó un momento para respirar hondo, tratando de calmar la tormenta que aún rugía dentro de él. Con pasos lentos y meditativos, dejó atrás el bullicio del club y se dirigió a casa.

El trayecto fue silencioso, apenas iluminado por las luces tenues de la ciudad y el reflejo de charcos en las calles. Cada pensamiento parecía resonar en su mente, recordándole que no todo estaba tan controlado como pretendía.

Ya en su apartamento, se dejó caer en el sofá, agotado pero sin poder desconectar del todo. Cerró los ojos y trató de centrarse en el presente, recordando las palabras de Mila, intentando repetir la respiración que ella le había enseñado.

Un par de horas más tarde, cuando la noche había caído por completo, el sonido de su celular lo sacó de sus pensamientos. En la pantalla apareció un mensaje de Mila:




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