Mila
El aire estaba húmedo y cargado de ramas crujientes. El punto de acampada, marcado con piedras y señales de senderistas anteriores, se extendía frente al grupo como un oasis después de horas de caminata. Todos parecían habituados al esfuerzo físico… menos Cass, que jadeaba con una mano en la cintura y la otra en el hombro de Chase, sin pudor en admitir que no habría llegado sin él.
—Estoy segura que esto cuenta como cardio, ¿verdad? —resopló ella, dejando caer su mochila con un golpe dramático sobre el suelo.
Mila también se sentía agotada, pero no dijo nada. Caminaba con paso lento, los músculos tensos y el corazón aún más. Kyle no se le despegaba, atento a cada detalle: si sudaba, si se tropezaba, si necesitaba agua. La presión de su cercanía, aunque protectora, le resultaba asfixiante. Al llegar y ver el claro amplio, por fin sintió que podía respirar… aunque fuera un poco.
Se permitió mirar alrededor. Allí, a unos metros, estaba Nathaniel. Conversaba con Theo, sonriendo con esa naturalidad que parecía más cómoda que en sus últimos encuentros. Theo ya había comenzado a integrarse con el resto del grupo con su carácter relajado y sus comentarios sarcásticos. Si ella se acercaba ahora, ambos llamarían la atención. No podían hablar todavía. No así.
La noche y el grupo había terminado de montar las carpas y preparado una pequeña fogata. Entre historias, anécdotas graciosas y bromas internas, la tensión se diluía… al menos para los demás. Cass no había dejado de hablar con Chase desde que llegaron, aunque en momentos parecía lanzarle discretas miradas inquisitivas a su hermana.
Mila sabía que tenía una conversación pendiente con ella. Esto no podía ser solo una coincidencia.
Pero Cass, aunque habladora, era paciente. No dijo nada. No esa noche.
La oportunidad no llegó. Los ojos de Mila buscaron a Nate más de una vez, esperando que se acercara, que se apartara, que le diera una señal. Pero él estaba demasiado rodeado, demasiado observado.
Al amanecer, el plan era escalar una ruta cercana. Pero la llovizna silenciosa cambió todo. El grupo decidió ir primero a un pequeño riachuelo para refrescarse y luego reevaluar el trayecto.
Fue entonces cuando lo vio.
Nathaniel, ya vestido y con su equipo al hombro, caminaba sin decir nada. Se alejaba del grupo, con paso sereno pero decidido.
Mila lo siguió con la mirada, como quien observa una puerta abrirse lentamente. Dio un paso. Y luego otro.
Cass, que ya la conocía demasiado bien, se acercó a Kyle con la sonrisa más casual del mundo y empezó a conversar con él sobre el clima, el terreno, cualquier cosa. Pero sus ojos se posaron un segundo en Mila, dándole un leve gesto de cabeza. Ahora. Corre.
Mila no necesitó más.
Tomó su chaqueta, revisó que nadie la mirara y se internó tras él entre los árboles, con el corazón bombeando con fuerza.
Ya no había vuelta atrás.
Mila lo había seguido en silencio, manteniéndose a una distancia prudente mientras lo observaba preparar cada cuerda, cada mosquetón, con la concentración de quien libra una batalla consigo mismo.
El lugar, habituado a recibir escaladores de todo tipo, tenía letreros y estructuras montadas que hacían innecesario decir palabra alguna para entender lo que estaba a punto de suceder: solo había que querer formar parte.
A pesar de la lluvia que comenzaba a caer con más fuerza y el viento que azotaba con creciente intensidad, ninguno de los dos parecía notarlo. Cada uno estaba atrapado en su propio torbellino: Nathaniel, en su intento por retar al vértigo que lo consumía; Mila, en la firme decisión de no dejarlo solo, aunque él aún no supiera que estaba allí. Y así, bajo un cielo que se desgarraba en gotas y silencios, ella se convirtió en su sombra silenciosa, en su ancla invisible.
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El viento azotaba con furia, arrastrando la lluvia que golpeaba el rostro de Nathaniel mientras estaba al borde del acantilado. La oscuridad se extendía ante él, un vacío infinito que reflejaba la tormenta interna que lo consumía. El vértigo lo paralizaba, y esta vez, la montaña no era un refugio, sino un enemigo implacable.
Sus manos temblaban, su respiración era entrecortada. “No puedo… no puedo”, murmuró con la voz rota, sintiendo que cada segundo era una batalla contra el abismo.
Entonces, entre el estruendo de la tormenta, una voz suave y firme surgió en su mente, como un faro en la oscuridad.
—Nathaniel, estoy aquí. No estás solo.
Era la voz de Mila, la última conexión con una realidad que parecía tan distante. Recordó aquella llamada cuando el pánico lo había atrapado, y cómo ella le había susurrado con paciencia y ternura:
—Respira conmigo, dime dónde estás. No tienes que hacerlo solo.
Él había cerrado los ojos, apoyándose en esa voz, en esa calma que le tendía una mano invisible.
—No quiero que te alejes —confesó, con la voz quebrada—. Pero no sé si puedo seguir.
—No estás solo. Estoy aquí contigo —respondió ella—. Juntos, paso a paso.