El mapa los llevó hasta la parte más antigua del Barrio Francés. Donde las calles ya no eran rectas y los nombres parecían cambiar con cada esquina. Un callejón angosto, oculto tras una vieja panadería, los condujo hasta una puerta sin pomo, marcada por el símbolo de la llave y la nota.
Eden se acercó. Sus dedos tocaron la madera y, sin que dijera nada, la puerta se abrió sola.
Dentro, una escalera de caracol descendía hacia las entrañas de la ciudad.
—¿Están seguros? —preguntó Andrew.
Clara miró a Liam. —Nunca lo hemos estado. Pero igual seguimos.
Bajaron.
El aire era denso, cargado de humedad y notas musicales suspendidas, como si cada paso desatara un sonido.
Cuando llegaron al fondo, lo vieron:
Un antiguo teatro subterráneo, con paredes cubiertas de espejos rotos, pentagramas pintados, y un escenario en ruinas.
Sobre él, una silla. Y en la silla… Un violín negro.
Eden se acercó lentamente. Su mirada vacía. Sus manos temblorosas.
—He estado aquí antes —susurró.
—¿En sueños? —preguntó Liam.
Ella negó.
—No. En otra vida.
Clara tocó uno de los espejos. Este no mostraba su reflejo, sino una escena: Liam… de niño. Tocando el violín, no la guitarra. A su lado, una niña pelirroja. Eden.
—Esto no tiene sentido —murmuró Clara.
Pero sí lo tenía.
Andrew, leyendo el cuaderno en voz baja, encontró la frase final:
“Tres almas, tres líneas musicales, tres errores que no pueden repetirse.”
“El Corazón del Vieux Carré despierta cuando los ecos se alinean.”
Y en ese momento, todas las partituras vibraron a la vez.
Las paredes se estremecieron. El violín negro se alzó por sí solo.
Y una voz —profunda, rota, ancestral— llenó el aire.
“Bienvenidos al escenario donde todo comenzó… y donde todo volverá a arder.”
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Editado: 24.08.2025