A Mil Latidos.

3. LAILA

Miércoles por la mañana y Washington Heights ya está despierto, el sonido de los pájaros en mi ventana anunciando un excelente día me saca una sonrisa genuina, los gritos de los niños que van tarde al colegio me llenan de energía y el rico olor a pan recién horneado de la panadería de la esquina hace que mi estómago ruja de hambre.

Mi barrio es caótico, nada ostentoso, pero es familiar. Es el tipo de lugar donde todos se conocen y nadie finge ser lo que no es, es agradable poder conversar con vecinos o al menos saludar sin que te vean como un bicho raro. Es agradable poder caminar sin colocarte audífonos porque sabes que no escucharas nada negativo de ti.

En casa, el desayuno siempre es tranquilo, aunque nunca del todo relajado. Mamá en cuanto me ve no pierde oportunidad de preguntar:

—¿Revisaste tu glucosa? —pregunta mamá tomando un poco de café en su taza habitual.

—Ciento ocho —respondo sentándome en la mesa.

Ella asiente con un leve suspiro y con una linda sonrisa en su rostro cansado, me sirve avena caliente con manzana picada y canela, una rutina que se ha convertido en nuestra forma de cuidarnos mutuamente. A veces me pregunto si mi diagnóstico le dolió más a ella que a mí.

—¿Y en la secundaria como va todo? —pregunta esta vez mirándome de frente—. ¿Está todo bien?

—Sí. Normal como siempre mamá.

Ella me observa unos segundos con esa mirada que atraviesa cualquier mentira piadosa.

—¿Normal?, no todos los días son iguales, Laila.

—Lo sé —murmuro—, pero de verdad estoy bien. Solo… es una semana larga.

No le hablo de lo que pasó en educación física y mucho menos de cómo me temblaban las manos, eso sería preocuparla y hasta los momentos e salido ilesa, digamos que he tenido algo de suerte.

Pensar en educación física trae a mi mente el recuerdo de Rhys Hayes, cuando apareció, cuando habló conmigo, cuando me contó de su primo y cuando me ofreció su botella de agua con esa mezcla de preocupación y calma que no esperaba de él. Desde entonces no dejo de pensar en su voz, en sus ojos que son tan azules como el mar… desde entonces, no dejo de pensar en él.

Al llegar al colegio el mundo cambia, todo parece más grande, más brillante, más perfecto. El Everhart es una burbuja de apariencia, una donde los zapatos relucen más que el estudiante, donde las mochilas son de diseñador y llaman la atención incluso más que las chicas populares y, los apellidos de renombre tienen peso como si se tratara del presidente de los Estados Unidos.

Mientras que, a mí solo me importa pasar desapercibida.

—¡Laila! —me llama Sofía desde su casillero y me acerco a ella con una sonrisa—. ¡Por favor dime que me trajiste el resumen de historia!

—Obvio —le sonrío—. Lo imprimí por si acaso.

—Te debo la vida amiga. Bueno, no la vida entera, pero mínimo un brownie sin azúcar.

—Acepto.

—Qué haría sin ti Laila, de verdad que ya mi cerebro no da para más, la última neurona sana que me quedaba explotó esta mañana cuando vi el camión de exámenes que se nos viene encima.

Reí sin poder evitarlo, Sofía es de las pocas personas con las que puedo ser yo sin sentirme invisible, al igual que sé que cuento con ella. Se nos une al club Joshua, trae su chaqueta favorita de siempre, los audífonos de marca que le regalaron sus padres en su cumpleaños... los trae colgando del cuello, casi como si se le fueran a caer.

—¿Listas para otra dosis de educación elitista?

—Solo si me la das con un toque de sarcasmo —responde Sofía.

Nos reímos y por unos minutos… me siento bien.

Normal.

Como cualquier otra chica que sobrevive la secundaria junto a sus amigos. La mañana marcha de lo más tranquila, de clase en clase como siempre, la hora del almuerzo no es nada del otro mundo, todos están en sus vidas, con su grupo de amigos y nosotros somos los invisibles. Eso para nosotros es mucho, agradecemos no ser notados para poder estudiar en paz.

Mas tarde, voy a la biblioteca que es mi refugio. Es un lugar donde nadie se burla, nadie interrumpe, solo importa el silencio y los libros.

Estoy subrayando un párrafo que habla de las mitocondrias cuando una sombra se detiene frente a mí, entonces levanto la vista y ahí está Rhys Hayes.

—¿Puedo? —pregunta señalando la silla frente a mí.

—Bueno…no soy la dueña de la mesa—respondo.

Se sienta en completo silencio, saca un cuaderno, un bolígrafo y su teléfono, Rhys se concentra en lo que sea que esté haciendo y por un rato, ninguno de los dos dice nada.

—No sabía que venías aquí —dice rompiendo el hielo.

—Yo no sabía que tú estudiabas y mucho menos que venias a la biblioteca—replico.

Él ríe y no es una risa como la que hace frente a sus amigos que a duras penas la sonrisa llega a sus ojos. Esta risa es genuina, es real.

—Me lo merecía —admite, hace un breve silencio como pensando lo que va a decir hasta que finalmente pregunta—: ¿Te sientes mejor?

—Sí, fue un bajón leve y nada grave, me pasa cuando duermo poco.




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