—¡Maldición! ¡Me quedé dormido! —me levanté pegando un salto de la cama, maldiciendo tomé la ropa del ropero y me vestí a toda prisa.
Esa mañana me desperté más tarde que de costumbre. Durante la noche no podía pegar ni un solo ojo debido a los constantes ruidos de la calle, los alaridos de los perros y la música estruendosa de los vecinos que taladraba mis oídos. Por un instante me lamenté de vivir en una ciudad tan grande, me pareció que me vendría bien vivir en un lugar apartado, lejos de todo y de todos. Al menos así no tendría que tolerar a los vecinos.
Consciente de la hora, decidí desayunar pan tostado con mermelada y un café instantáneo. Algo rápido para la ocasión. Al momento en que agitaba el café con la cuchara lo derrame sobre mi mano, sentí como caía sobre mis dedos, y provocando un gran dolor aumentaba el enojo y frustración que sentía desde que comenzó el día. Intenté relajarme y me dispuse a comer. Al dar el primer trago escupí el café, resultó que le había puesto sal en lugar de azúcar. Mi estómago se revolvió y no pude terminar el desayuno.
—¡No puedo creer la suerte que tengo! ¡Nada más falta que al salir me orine un perro!
Para mí fortuna no sucedió eso, pero al salir de la casa me di cuenta de que estaba estacionado el carro del vecino justo en la cochera. Tragándome el coraje y a punto de explotar decidí no perder más tiempo y tomé un taxi.
Al llegar a la oficina no pude evitar toparme con algún que otro compañero. Justo lo que más deseaba en ese momento.
—¡Buenas noches! —dijo Efraín en tono de sarcasmo. Le lancé una mirada que casi podía atravesarlo al tiempo que registraba mi entrada.
—Si las miradas mataran —comentó Carla que había presenciado todo.
Ignorando sus comentarios aceleré el paso y me fui directo al escritorio. Estando en mi lugar se acercó Mariana.
—Tal parece que te vestiste con los ojos cerrados —observó con una voz suave, tan característica de ella.
—¿Qué? ¿Por qué lo dices? —señaló mi playera y pude darme cuenta de que me la había puesto al revés. Sentí como mis mejillas se ruborizaban lentamente.
—Está bien... no te preocupes, Raúl. A todos nos ha pasado alguna vez. Su voz provocó un efecto placebo en mí. En los malos momentos siempre es bueno escuchar una voz amiga. Logrando tranquilizarme le agradecí por decirmelo y me fuí al baño.
Horas más tarde, a la hora de la comida, me di cuenta de que había olvidado la lonchera sobre la mesa.
—Parece que este día va de mal en peor —me dije mientras recargaba el codo izquierdo en el escritorio, extendiendo la palma de mi mano y colocando mi cabeza sobre ella.
Mi estómago comenzó a rugir y podía oírse hasta el otro lado de la oficina, la falta de alimento se hacía cada vez más presente. Sentía como se iban desvaneciendo poco a poco mis fuerzas. Antes de que llegara a desmayarme le dí un trago a mi cilindro con agua que estaba justo a mi derecha, dándome un poco más de fuerza para mantenerme en pie. El sueño me mataba, el hambre me debilitaba y a como iba el día parecía que nada podría mejorarlo. En seguida me levanté de mi asiento y me dispuse a ir al restaurante que está en la esquina, justo al cruzar la acera. Eso de que comiera fuera de la oficina era muy raro en mí, prefería cocinar y ahorrar ese dinero que tener que salir y perder el tiempo. Pero esa tarde todo cambió. Desde que había iniciado el día no paraba de sorprenderme, pasaba una y otra cosa, parecía algo interminable. Desgracia tras desgracia. Solo esperaba que la mala racha al fin terminara.
Entré al restaurante: un lugar pequeño, con mesas de madera de color natural, algunas plantas para darle vida, música suave y agradable, un ambiente muy relajante, y grandes ventanales dónde se cuela la luz del día. Me senté justo en medio del lugar, lo suficientemente cerca del mostrador como para poder pedir mi comida y no muy lejos del baño para lavar mis manos.
Mientras esperaba la comida me dí cuenta de que no muy lejos de mí, a una mesa de distancia para ser exactos, se encontraba sentada una mujer hermosa. Aún la recuerdo a la perfección. Llevaba el cabello suelto, justo por debajo de los hombros, era de un color oscuro, con pequeños chinos que parecían resortes que me invitaban a jugar. Me dio la sensación de que era seria. En una ocasión me levanté y me dirigí al baño, para poder admirarla aún más de cerca. Parecía estar sumergida en la música proveniente de sus grandes audífonos que llevaba puestos. Cuando menos me di cuenta ya había pasado el tiempo de comida, así que tuve que irme sin siquiera conocer el nombre de aquella linda chica.
Llegué a la oficina con una gran sonrisa, tan grande que parecía el gato de Alicia, o al menos eso dijo Mariana.
—Se te ve muy feliz —dijo Mariana—. Parece que te ganaste la lotería.
—Pues, algo parecido —dije aun sonriendo.
—¿Tanto así? Pues… ¿Qué fue lo que pasó?, Hace unas cuantas horas parecía lo contrario…
—Te cuento que mi suerte ha cambiado, ahora me alegro de haberme levantado con el pie izquierdo.
—Entonces es verdad lo que dices, tienes muy buenas noticias.
—Conocí a alguien.
—¿En serio? Cuéntamelo todo —tomó una silla que se encontraba cerca y se sentó a mi lado.