¡BOOM! ¡Zas! ¡Bum! Y de repente, mi vida se convierte en una escena de acción de película. Un coche descapotable me atropella y me lanza dentro del vehículo como si fuera una estrella de acción de segunda categoría, solo que los golpes son mucho más realistas y no paro de brincar como pelota de ping pong mientras me sacudo por los aires. Pero, espera, la película no termina ahí.
Por un ligero instante me encuentro en el limbo de perder la consciencia; creo que termino en el lugar adecuado, en el de la realidad material.
Mientras trato de recuperar la compostura, me encuentro cara a cara con el Adonis que estaba al volante. Este hombre parece haber salido directamente de un anuncio de perfume, con su pelo ondeando en cámara lenta y un gesto tan deslumbrante que podría ser el protagonista de mi tira cinematográfica.
—¿Este es el cielo?—pregunto mientras su figura se recorta entre el cielo soleado. Creo que hay más personas alrededor.
—¡¿Eh?! Disculpa, disculpa, pero ¿por qué cruzabas así la calle por la mitad de la cuadra sin siquiera mirar?—me retruca con la calma de alguien que atropella gente en la playa todos los días.
En lugar de enojarme, empiezo a reír. ¿Quién necesita yoga para liberar tensiones cuando puedes ser atropellada por un coche descapotable y encontrarte con un modelo de pasarela en el proceso? Miro a mi alrededor y caigo en la cuenta de que es una realidad, este coche es una lindura, puro lujo, del que jamás creí que podría subir a menos que cayera en él desde el aire. Literalmente.
—¡Vaya entrada triunfal!—le pregunto, tratando de sentarme—. ¿Me llevas a dar una vuelta de nuevo, pero esta vez sin el atropellamiento incluido? —le digo, tratando de sonar tan sarcástica como me siento.
—¿Está bien?—pregunta una mujer.
—Parece que sí—le responde otro hombre alrededor.
—Tenemos que ir a un hospital.
—¿Un qué?
Me siento y salgo disparada tratando de ponerme de pie, pensando en lo costoso que puede ser ir a emergencias aquí.
—¡Ni loca, estoy excelente!
Pero me mareo y el ángel de cabellos dorados que me ha pasado el coche por encima me sostiene.
—¡Cuidado!—me dice—. No te muevas mucho, te harás daño.
—Yo…
Si me hago daño al intentar caer en sus brazos, podría conseguirlo mientras me sumerjo hipnotizada en su perfume importado delicioso.
—Vamos—insiste.
Un policía se acerca y lo apoya:
—Tenemos que tomar declaratoria de la situación.
—Luego de que ella visite un hospital—añade el ángel.
—¿Cómo es su nombre, señor?
—Sebastián Vélez.
—¡Oh!
¿Se conocen?
—Lo siento, no sabía que era usted.
¿De dónde se conocen?
—La llevaré al hospital de inmediato—advierte él.
—No puedo, es muy costoso para mí.
—No te preocupes, pero vamos ahora.
—Sí, está bien. Despejen el área ahora—. El policía se encarga de sacar a todos a los lados mientras vuelven a subirme al coche.
Esta vez por la puerta de acompañante, en el asiento y sentada de manera civilizada.
Y así, mi día de playa en Punta del Este se convierte en una tragicomedia que apenas da inicio a un golpe en la cabeza que me tiene mareada y cautivada a partes iguales.