¿Amor…mío?
Okay, eso sí que no me lo esperaba. Es decir, está bien que pueda hacer con su vida lo que se le antoje, acabo de conocerlo y no tenemos ningún pacto firmado de que invitarme a un café signifique un hecho más allá de que estamos cerrando un pacto laboral.
—No, amor. Voy luego, ¿sí? Estoy con un percance.
Ay, sí, amor por aquí y amor por allá. Ah, por cierto, yo soy un “percance”, te recuerdo que casi me matas Vélez.
—Sí, sí, llegaré para comer. Estaré allá en menos de media hora, Pascal, ¿sí?
Okay, ahora sí que me termino ahogando.
¿Cómo que Pascal? Ay, si me quedaba un mínimo de esperanza acaba de reducirse a la opción de que sea bisexual.
A decir verdad, nunca antes me había planteado la idea de formalizar algún tipo de relación con un hombre bisexual, pero ¡qué rayos estoy pensando!
—Bien, bien. Sí, también te quiero… Ahí nos vemos.
Cuelga con una sonrisa de tontuelo en el rostro y se vuelve a mí que aún estoy pasando la tos que me ha provocado el ahogo.
—¿Te sientes bien?—me pregunta.
—S-sí… Lo siento, no quería interrumpir en tu rutina, sé que estás muy atareado, la gente importante suele estarlo.
—Descuida, ya estaba llegando un poco tarde al cumpleaños de mi hijo.
Bien, ahora sí que se me queda la cara de piedra.
—¿Tú…qué?
Horas después, estoy en mi mini refugio de paz y armonía. Mi habitación, que comparto con otras almas aventureras, es tan minimalista que parece haber salido de un concurso de "Decoración para Minimalistas Obsesivos" por no decir que los anfitriones son personas que tienen buen gusto además de hacer coincidir lo bueno con lo barato y lo necesario para la subsistencia, acomodado a mi presupuesto. Pero bueno, menos es más, ¿verdad? Excepto cuando se trata de historias de "atropellamientos románticos con padres divorciados", claro.
Pascal Vélez, el hijo de nueve años de Sebastián es con quien estuvo hablando mi salvador y asesino a partes iguales en el día de hoy. Bonito, el niño no tiene nada que ver, todo fue mi culpa por haber demorado a su papá quien además me consiguió una práctica laboral remunerada en un lugar que me permitirá ejercer lo que estudié y aprender a actualizarme en el sector.
¿Y cómo se lo de “padre divorciado”? Pues, él mismo soltó el comentario de que está en ese proceso, así casi al pasar.
No es que quiera poner nuevamente mis ilusiones en un pedestal, pero que este hombre está buenísimo más aún sabiendo que no tiene compromisos a la vista, lo vuelve irresistible inclusive sabiendo que jamás en la vida se fijaría en mí a menos que en una próxima ocasión me suba a una montaña rusa y mi carro se caiga delante de su nariz. El destino tiene sus maravillas.
Después de sumergirme en la relajante sinfonía del agua de la ducha, decido vestirme con mi atuendo de playa más chic (mi bikini y una falda corta atada en la cadera), lista para conquistar la tarde y el ocaso uruguayo. Salgo del apartamento, inhalando profundamente como si pudiera absorber toda la energía positiva del aire salado.
La playa me recibe con sus brazos de arena y el sol decide ponerse, creando un espectáculo de luces que ni el mejor de los artistas podría replicar. Elijo un lugar estratégico en la arena, despliego mi toalla y saco un libro que planeo leer más por moda que por verdadero interés literario y me instruye acerca de tecnología y economía traducido al español de un autor inglés que retrata realidades que en mi bendita vida podré poner en práctica, aunque el empleo con el socio de Sebastián puede que me de una pizquita de esperanzas.
Mientras intento leer, me doy cuenta de que la brisa marina tiene otros planes para mi pelo y mi libro, pero ¿quién necesita concentración cuando estás rodeada de la majestuosidad de la naturaleza?
Decido dar un paseo por la orilla, consciente de que la elegante elegancia de mi ropa de playa se ha transformado en algo más parecido a una mezcla de looks de surf y glamour de película de los 80.
El sol se despide con un espectáculo de luces que rivalizaría con el mismísimo Times Square, y yo me encuentro bailando accidentalmente con la marea mientras intento contener mi falda de que no salga volando por culpa del viento.
Opto por meterme en un bar de la costa a esperar a que pase, pero me resigno a que tendría que beber al menos una limonada hasta que pase un poco el viento y pueda regresar a casa; en mis planes está la idea de comer de los recursos que nos provee el alojamiento compartido. No obstante, desplazo la idea de la limonada al compararlo con mi presupuesto y opto por un agua con gas. La arena allá afuera está poniendo a la gente a correr mientras acá adentro todo el mundo es puras risas y música agradable con DJ propio. Identifico una mezcla de Dua Lipa con música House y me siento bien porque es el estilo de música que me gusta y no el cuarteto o las cumbias a todo volumen que solían escuchar mis vecinos en mi barrio.
El punto es que la música y el estilo vienen acompañados de algo más y es la carta, la comida de mariscos caros y la deliciosa pinta de los tragos, los platos y la pinta deliciosa de todo lo que hay para comer que me hace agua la boca.
Me siento abrumada al caer en la cuenta de que mi almuerzo fue un capuccino, espero no estar exagerando con la división de mi presupuesto, pero realmente debo contenerme para no gastar demás. Debo subsistir y un plato de mariscos acá ha de costar una pequeña fortuna.
O un trago más caro.
O simplemente aquel que aún no ha dado con mi gusto para provocar que el alcohol me complazca lo suficiente.
El ventarrón allá afuera se suaviza un poco y deduzco que es el momento de que pueda huir así que le pido al mozo para pagarle, aunque una mano se afirma delante de mí.
—¿No ha llegado tu cita?—me pregunta un chico a mi lado con un acento claramente extranjero.