Mi abuelita, quien era una persona muy sabia, me lo advirtió en reiteradas ocasiones y quizá nunca le escuché lo suficiente cada que me advertía “si ese hombre te invita quiere comerte tu rosquita”.
Hasta que entendí a qué se refería.
“¡Abuela! ¿Cómo me dices eso? Además, no andaré entregando mi rosquita a nadie a cambio de una hamburguesa.”
“Claro, hasta que encuentres uno que te ofrezca langosta.”
“Yo pagaré por mi propia langosta, para eso seré una mujer independiente”. Claro que mi inocencia era más grande que el orgullo.
“La langosta para el postre, nena. De esos que no se olvidan.”
“¡Nonaaaa, por favor!”
“¿Sabes qué haría si tuviese tu edad y los chicos me invitasen a salir o a cenar?”
“No andaré haciendo eso, ¿okay?”
“Pero, ¿sabes lo que haría? Escucha a esta vieja que no por nada tiene las canas, las arrugas y la experiencia.”
“Mmm, ¿a ver?”
“Dejaría que me invite, que me pague y le daría vuelta la cara luego de insinuarme sin beso. Ni hablar de entregarle la flor, ¡nada, nena, nada!”
“¿En serio?”
“Por supuesto, si quiere más va a tener que entregar más. Que te invite no es un acto de sumisión de tu parte sino que puedes domar a ese semental. Ya luego, sí tú págate y cómprate lo que gustes, cariño.”
Justamente con el abuelo no sacó todas las de ganar ya que eligió el amor y no los grandes recursos económicos, pero ese ya es otro cantar.
Ahora estoy en una de las playas más exclusivas con un hombre atractivo que me está invitando a cenar.
Insiste con los dedos sobre la carta física y siento que mi estómago está comenzando a hacerse notar.
—Vamos, tú pide, yo voy con el resto.
—Bueno, pero conste que yo puedo pagar por mi comida.
Lo pienso internamente aunque sería la mayor decepción de cualquier movimiento feminista y es que pido a la diosa de las diosas que no me deje pagar, que no me deje pagar, por favor, o estaré seriamente en quiebra luego de una cuenta como la de esta noche.
—Tienes vía libre porque ninguno tiene que pagar.
—¿Comemos y salimos corriendo?
—¿Lo harías?
¿En serio lo haría?
—No, por supuesto que no—le contesto.
—Qué bueno, porque estás hablando con el dueño de este restaurante.
—¿Eh? ¿Tú eres el dueño?
—En persona. Por cierto, no me has dicho tu nombre.
—Yo… Yo soy… —No solo es lindo sino que puede que sea alguien de muy buenos recursos económicos. Sería doblemente motivo de deshonra para los movimientos feministas, pero creo que estoy descubriendo que los hombres apuestos que tienen buen estatus económico me resultan doblemente sensuales—, mi nombre es Valentina.
—”Valejtina”—menciona con su acento extranjero.
—Valentina.
—Suena lindo. Me gusta. No sé si lo escuché antes por acá desde mi llegada a Uruguay.
—¿Llegaste hace poco?
—Un año. ¿Ya elegiste qué vas a pedir?
Sabiendo que él es el dueño, me da menos remordimiento elegir ahora.
—¿Qué me sugieres?
—Mmm. ¿Te gustan los mariscos? La especialidad es el wok de la casa y un margarita.
—No bebo alcohol. Y sí, me gustan los mariscos—. Rayos, no puedo creer que me estoy sintiendo ahora mismo como una cazafortunas. ¡Para colmo exquisita que pone condiciones!
—Entonces una limonada—propone.
—Pero…
—¿Sí?
—Jamás en la vida probé un margarita—le digo con cierta pena, desviando la mirada y escondo un mechón de cabello tras una oreja.
Luego de un silencio corto, Luc se vuelve a un camarero:
—¡Pablo! ¡Eh! Ven aquí.
El tal Pablo el hace caso.
—Dos wok de la casa, un margarita para Valentina y pomelada para mí.
—Bien, señor. —Se retira.
—¿No vas a beber?—le pregunto.
—No, por un asunto de dieta y ejercicios. Pierde cuidado, no pretendo embriagarte. Solo que pruebes el mejor margarita de todo Punta.
—Suena prometedor.
—Me gusta estar a la altura de las expectativas.
—Oh—. No sé exactamente a qué se ha referido, creo que está siendo demasiado directo así que doy viraje en otra dirección con el consejo de mi abuela de mostrar interés, pero no lanzarme directamente. ¡Ilumíname con tu bendición, abuelita, es increíble que estoy siguiendo tus consejos!—. ¿Y qué te trajo a Sudamérica? ¿Invertir en gastronomía?
—No. De hecho, trabajo con market digital, lo hacía en Francia y ahora me contrataron acá. También lo aplico en mis propios emprendimientos.
—¡Waaao!—. Realmente quedo admirada por lo que hace y también por la coincidencia—. ¿En serio? Has de ser bueno.
—Sí.
—Sabes… Debo aprender a hacer eso. Yo estudié comunicación, pero no aprendí de nada.
—La universidad no te prepara para los desafíos del mañana.
—Eso lo tengo más que claro.
—¿Y qué planeas hacer, aprender?
—¿Me recomiendas dónde puedo aprender?
—Puedo darte una tutoría.
—Es caro…
—Descuida, luego pactamos otra reunión para ver eso. Entonces, recién llegada a Uruguay, ¿de turista?
—No. —Quito de mi boca el “vine a buscar trabajo” por—: Mañana empiezo mi nuevo empleo aquí en Punta.
—¡Vaya!
Llegan las bebidas.
—Entonces… Brindemos por eso.
—Gracias. También me entusiasma mucho esta nueva página en mi vida.
Chocamos las copas y el resto de la velada es un vaivén de seducción que nos conduce luego a caminar por la playa con su chaqueta prestada hasta que me ofrece llevarme a mi apartamento. Acepto y me pide que le devuelva la chaqueta otro día.
Acepto.
Creo que le acepto más que por lo costoso de la chaqueta, porque tiene su perfume exquisito.
Y así termino la noche a sabiendas de que acabo de conocer a un hombre bellísimo que me ha prometido volverme a ver.
¿Cuántas chaquetas y promesas hará por semana? Tiene pinta de ser todo un experto el bombonzote francés.