Decido ir a pie desde mi apartamento hasta la ubicación que tengo asignada para hoy. Es una mañana fresca por lo que he considerado salir con la chaqueta que el atractivo francés que conocí anoche, Luc Dupont, me cedió anoche, pero si la pierdo o la rompo, en mi vida podría pagarla y no quiero meterme en problemas así que he optado por una camisa liviana, un saco liviano, falda y sandalias.
Caminando por las calles estilizadas de Punta del Este, siento que estoy en una película donde cada edificio compite por el papel protagónico. Las palmeras saludan como extras de lujo, moviéndose al ritmo de la brisa marina que parece tener su propio contrato de exclusividad con la ciudad.
Las tiendas se presentan como supermodelos del mundo comercial, mostrando sus mejores atuendos a través de sus vitrinas. Estoy a punto de hacerme un minuto para considerar entrar en una boutique cuando me doy cuenta de que probablemente necesitaría vender mi riñón para comprar algo. Decido seguir mi camino antes de que mi única tarjeta de crédito comience a llorar. Aunque no la tuviera en rojo y aún con todo el cupo que permite mi categoría crediticia, no llegaría a lo suficiente.
La cafetería a la vuelta de la esquina me llama con su aroma tentador y decido que un café en vaso bonito es más elegante que uno de tergopol en la calle así que entro. La barista, con un delantal que seguramente fue diseñado por algún modisto famoso, me mira con la misma expectación que una estrella de cine que espera el veredicto de la crítica. Pido mi café con una mezcla de timidez y emoción, sintiéndome como una protagonista a punto de deslumbrar en su gran debut de primerísimo nivel porque no puedo creer que estoy a punto de pagar lo que en Buenos Aires me alcanzaría para un desayuno americano en un lugar de medio pelo.
Con mi café en mano, continúo hacia el edificio donde el glamour parece tener su propia dirección postal.
—Buenos días—me anuncio en un mostrador amplio, detrás yace un hombre trajeado muy apuesto y con expresión amable.
—Buen día, señorita, ¿en qué el puedo ayudar?
—Ejem, vengo buscando a… De hecho, no sé exactamente a quién busco.
Frunce las cejas e intento retractarme.
—Sucede que el señor Sebastián Vélez me recomendó con un amigo suyo para venir hasta acá para iniciar una práctica laboral.
—¿Le pidieron sus datos?
—¡Sí!
Estoy segura de habérselos dado a Sebastián ayer, pero si no los ha facilitado porque estaba muy ocupado con Pascal, entonces estoy en problemas.
Le digo mi nombre, apellido y DNI. Él revisa en la computadora y me da la derecha.
—Señorita Taylor: adelante. Ascensor a mano izquierda, piso doce.
—¡Wao! ¡Muchísimas gracias!
Trabajaré en un piso doce, eso es fabuloso, habrá una vista estupenda. Solo espero que el edificio no sea como el sistema eléctrico en Argentina que falla todo el tiempo en el verano, subir escaleras hasta un piso doce ha de ser bien complicado.
Entro al ascensor como si estuviera a punto de recibir el premio a la mejor entrada en un ascensor e intento ver mi aspecto de ganadora nata en la pared espejada. Mi café en una mano, mi confianza en la otra, estoy lista para conquistar el día... o al menos la tarea de encontrar mi piso en este edificio elegante de Punta del Este.
Las puertas se cierran con una suavidad que rivaliza con el toque de un pianista clásico, y en ese preciso momento, mi café decide que su destino es liberarse de las restricciones del vaso término y lanzarse a una nueva vida en mi camisa.
—¡No! Caray. Caray, caray, tiene que ser una broma, ¡no!
Me desprendo los botones con los dedos temblando, no puede estar pasando esto, por favor, no tiene que ser verdad.
Quedo en corpiño sacudiendo el café de la camisa, cuando dos pisos más arriba, sucede lo que era obvio que podía llegar a suceder, pero lo único que deseaba que no pase.
El ascensor se detiene.
Las puertas se abren.
—Descuida, tenemos todo controlado…—dice la voz de un hombre a quien veo a través del espejo.
—¿Valentina?
No…
—Por la pu—murmuro y me quedo gélida mirando el gesto de Sebastián Vélez mientras intento cerrarme la camisa manchada a duras penas en medio del enchastre de café que he ocasionado.
La barista estaría orgullosa de haber creado una pieza de arte tan vanguardista en mi ropa.
Me miro a mí misma con una mezcla de horror y resignación, como si mi blusa hubiera decidido rebelarse contra la moda tradicional cuando el acompañante de Sebastián también me habla:
—Valentina, ¿qué estás haciendo aquí?
Entonces sí me vuelvo para encontrarlo cara a cara sin podérmelo creer.
—¡¿Luc Dupont?!