La costa oeste del continente estaba castigada constantemente por el mar batido. Los acantilados eran hermosos, labrados por el trabajo de las olas durante todo el año, pero Awen no tenía tiempo para admirar la belleza de lo que la mano de la naturaleza había creado. El viaje hasta su destino duraría dos días y no sabía con seguridad cuanto tiempo pasaría allí, y no quería perderse la festividad de Litha, a finales de junio. La Reina jamás se había perdido una y esta vez no sería diferente. Solo tenía que dejar atados unos cuantos cabos sueltos. Unos cabos sueltos que probablemente la hiciera regresar con más dolor de cabeza con el que iba.
Keiran y Lorcan, junto con una pequeña cuadrilla de sidhe y neònach, habían ido a acompañarla hasta la playa de la que partiría, cerca de la frontera con la Sombra y la Niebla.
Estaban terminando de cargar sus cosas en el barco cuando Awen escuchó decir a Keiran a su lado:
─Que tengas un buen viaje, Awen. Dale saludos a tu padre y a tu hermano de mi parte ─añadió con socarronería.
─No puedo prometer que ellos te los devuelvan.
Su padre detestaba a Keiran, no entendía cómo podía soportar tenerlo a su lado, mucho menos compartir su cama con él. Siempre le decía que cualquier día le daría una puñalada por la espalda. Pero Awen sabía que Keiran no haría eso, por la simple razón de que jamás se daban la espalda, ni siquiera para dormir. Siempre que se despertaba, Keiran estaba girado hacia ella. A veces se lo encontraba con los ojos ya abiertos, observándola. En otras ocasiones, el que se despertaba justo después de que Awen lo hiciera era él.
A veces se quedaban largo rato mirándose el uno a la otra sin decir palabra, hasta que uno de ellos se levantaba y procedía a vestirse, sin darle la espalda a la cama donde el otro reposaba.
Jamás se daban la espalda porque ninguno se fiaba del otro, pero al mismo tiempo existía cierta… complicidad entre ellos. Una palabra muy difícil de usar entre una sidhe y un fae.
Awen se giró para poder ver a Keiran, el fae Hijo Predilecto que le había mostrado lealtad desde el momento en el que había pisado el continente feérico después de tanto tiempo, y Lorcan, su amigo, su general sidhe, alguien que había confiado en ella y en su empresa de volver a recuperar lo que era suyo desde el primer momento en el que la idea había salido de sus labios. Tan similares y tan parecidos.
Keiran rezumaba aristocracia en cada uno de sus gestos, en su postura, incluso en la manera en la que peinaba su cabello. Lorcan le sacaba casi un palmo de altura, todo músculos y aire guerrero, con el cabello largo siempre medio enredado. Nada que ver con el niño que Awen había rescatado de los túneles de la Casa de la Tierra y las Espinas, siglos atrás. Un niño que siempre le había agradecido los riesgos que había corrido para rescatar a su gente. Y un Hijo Predilecto que estaba en deuda con ella por tratar a su pueblo con más mano abierta que a aquellos que se habían enfrentado a ellas con uñas demasiado cortas y dientes poco afilados.
Las dos caras de una moneda, parecidos y diferentes. Dos historias totalmente distinta unidos por la mujer fae de baja estatura y cabello cobrizo que los miraba alternativamente ahora.
─Portaos bien los dos. Sabéis que descubriré si alguno ha hecho sangrar al otro en mi ausencia.
─Prometemos comportarnos, mi señora. ¿Verdad, Lorcan? ─sonrió Keiran al interpelado con malicia.
El general sidhe le dedicó una mirada de despreció al fae, que no perdió el gesto de su rostro. Cuando se giró hacia Awen, Lorcan le dedicó una inclinación de cabeza a la Reina.
─Tenéis mi palabra, majestad, por muy difícil que pueda resultarme mantenerla.
Awen respondió con socarronería.
─Esos son mis chicos.
Hizo girar su daga de oro cubierta de joyas como última advertencia antes de darse la vuelta y comenzar a avanzar hacia el barco, sin despedidas, porque no hacían falta. Regresaría. Eso era algo que siempre se había prometido, desde la primera vez que había salido de las entrañas de la tierra y había cruzado al mundo de arriba.
Regresaría. Siempre lo hacía. Nada ni nadie podía impedírselo.