A través de la bruma (un cuento oscuro #0.9)

6

La isla de los sidhe no era de grandes dimensiones. Ni de lejos se acercaba a la inmensidad del continente al otro lado de la Bruma. Pero era suficiente para que los sidhe que en ella vivían pudieran hacerlo con comodidad y en armonía, sin problemas de espacio. Sin tener que cavar túneles en los que vivir.

La mansión era la casa más grande de todas, de ángulos aristados y bruscos suavizados por el tiempo. Un jardín sencillo y adornado con setos y flores de temporada se extendía delante de ella, hasta donde los acantilados comenzaban a desparramarse hacia el mar. Era el único detalle mínimamente presuntuoso que Kellan permitía en aquel lugar. A su fallecida esposa, la madre de Awen y Drake, siempre le habían gustado las flores a pesar de lo poco que había podido disfrutar de ellas a lo largo de su vida de esclavitud. A Awen le gustaba pensar que su padre creía que su madre los estaba mirando allí a donde quiera que hubiera ido y que apreciaba aquel detalle.

Pero lo que más llamaba la atención de aquella especie de jardín no eran los setos bien recortados ni las flores de diferentes colores, sino el enorme menhir que se erguía cerca del acantilado.

Awen se acercó a él con pasos lentos, consciente de la presencia de su padre y de su hermano detrás de ella, siguiéndola a una distancia prudencial. El menhir no era diferente a la Piedra de Fàil que había en los jardines de Mag Tuired. Un enorme pedazo de piedra oscura de forma rectangular, con uno de sus extremos clavado en el suelo y el otro apuntando al cielo, irregular, como si alguien le hubiera dado una dentellada. Pero a diferencia de la Piedra de Fàil, el menhir de la isla de los sidhe estaba partido a la mitad.

La brecha que dividía las dos partes quedaba a la altura del pecho de Awen. La parte superior levitaba sobre la inferior, con una luz de color rojo sangre entre ambas. Como la brecha de Beinn Nibheis. Pero esta no permitía pasar a ningún otro mundo como la que había bajo la montaña de Tierra de Nadie. Solo comunicarse con lo que quiera que hubiera al otro lado. O quien quiera que se encontrase en el lugar al que llevaba aquel menhir, que siempre era la misma… criatura.

Awen se plantó delante del menhir y miró hacia el cielo entrecerrado los ojos. Tomó una bocanada de aire fresco con olor a salitre y bajó la mirada hacia la piedra a la altura de sus ojos. La luz roja latía como un segundo corazón, contrastando con la luz azul pálido, fría, que había sobre el pecho de Awen.

Dejó escapar el aire salado que había estado conteniendo y colocó la mano sobre la piedra que tenía delante. La punzada de dolor no tardó en venir, extendiéndose desde la palma de su mano por el resto de su cuerpo.

Apretó los dientes y cerró los ojos. La oscuridad le dio la bienvenida, pero no era la misma que la envolvía cuando se dormía. Esa oscuridad era diferente, similar al humo muy espeso. Arrullante. Ardiente.

 Awen esperó, suspendida en aquella niebla espesa que olía a fuego y a flores quemadas. Él no solía tardar en llegar, pero en aquella ocasión parecía más perezoso. Puede que se hubiera cansado de ella y de sus peticiones. De ahí la escasez de neònach, tal vez…

De repente un par de ojos aparecieron en medio de la negrura. Unos ojos que parecían las brasas ardientes de una hoguera, rojos, dorados y anaranjados al mismo tiempo.

─Aquí estás. Una vez más ─dijo una voz ronca, similar al crepitar de la madera quemándose.

─Aquí estoy ─replicó Awen con la mayor firmeza posible, pero al mismo tiempo con sumisión.

Si hubiera tenido un cuerpo sólido en aquel lugar, lo más probable era que se hubiera puesto a temblar. Esa era la única cosa que le gustaba de estar en aquella especie de puente entre mundos era aquello, que solo estaba su conciencia, no su cuerpo, aunque no por ello no podía evitar gesticular internamente como si así fuera.

─ ¿Por qué? ─demandó la voz.

Awen tragó saliva.

─Quería preguntaros… ─comenzó a decir con educación, pero la voz la cortó.

─Empieza de una vez, Awen. No tengo tiempo que perder.

Awen inclinó la cabeza, su conciencia se encogió y apartó la mirada de aquellos ojos de fuego.

─No era mi intención molestaros, Padre.

Awen notó cómo el humo la envolvía, la rozaba con garras de niebla y espinas de bruma, ardiente y frío al mismo tiempo, una tormenta girando en espiral a su alrededor, preparada para descargar.

─ ¿Por qué habéis dejado de mandarnos neònach? ─se lanzó a preguntar.

─Porque los necesito aquí ─contestó con sencillez la voz de él. Del dios Padre que los había creado. A ella, a todos los feéricos del mundo de arriba y el de abajo.

La Reina hizo un gesto de contrariedad. No se atrevía a preguntar que podía estar ocurriendo al otro lado del puente, en el reino en el que se encontraba Padre, pero sentía curiosidad. Aquellas extrañas criaturas eran valiosas como armas de guerra, despiadadas, sin ningún tipo de temor a la hora de enfrentarse a lo que fuera.

─ ¿Esa era tu única pregunta? ─preguntó Padre.

─No ─se apresuró a decir Awen─. El sello que hay bajo la montaña está rompiéndose. ¿Cómo puede restaurarse?

─De la misma manera en la que se activó. Recuerdas lo que necesitas.



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En el texto hay: misterio, fae

Editado: 09.11.2022

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