Mi ceño se frunce en señal de confusión, en definitiva lo menos que esperaba era encontrarlo en la puerta de mi casa. No obstante, cuando estoy por preguntar qué hace aquí, él solo pasa entre Chris y yo sin mediar palabra, chocando en el proceso ligeramente mi hombro.
Giro sobre mis talones para verlo caminar en dirección a su casa. Al volver la vista hacia Chris noto lo nervioso e incómodo que se siente.
—Yo, perdón, creo... —balbucea—. Mejor me voy, nos vemos mañana.
Asiento con la cabeza sin prestarle mucha atención, a la par que murmuro un adiós apenas audible. Toda mi atención está puesta en mi vecino pelinegro de ojos verdes.
Aún con el ceño fruncido subo las escaleras del porche y busco las llaves de la casa para poder entrar, con la idea de que la tutoría de hoy se ha cancelado. Sin embargo, apenas introduzco la llave en la cerradura me muerdo el labio inferior y reconsidero.
Podría ir a su casa, y ya sería cuestión de él si decide darme la tutoría o no, además, sirve y aprovecho para ver si está enojado conmigo o por qué se ha ido así.
Dejo caer mi mano a un costado de mi cuerpo, sosteniendo el llavero en ésta, lo guardo en la mochila y hago el mismo recorrido que Jaeger segundos atrás.
Con algo de duda todavía, presiono el timbre. La puerta no tarda mucho en abrirse, casi pareciera que esperaba que fuese.
No hay necesidad de decir nada, en cuanto puedo atravieso el umbral y me encamino en dirección a la sala de estar. Dejo caer la mochila al piso y yo me acomodo en uno de los extremos del sillón esquinero, mientras que Jaeger se sienta en el sillón individual dispuesto frente a mí.
—¿Qué hacías en mi casa, Jaeger? —cuestiono, inclinando el rostro ligeramente hacia la derecha.
Jaeger abre la boca para decir algo, pero es como si antes de expresarlo hubiera caído en cuenta de lo que pensaba decir y se arrepintiera, dado que frunce el entrecejo y niega con la cabeza casi imperceptiblemente.
La idea de insistir es tentadora, pero desisto al notar lo perdido que está en sus pensamientos.
—Como sea, no importa, perdón por llegar tarde —digo, con la única intención de cambiar de tema—. Ahora, por lo que vengo, ¿me ayudas con mate? Otra vez no entendí nada.
Jaeger finalmente alza la vista de sus manos, luce ligeramente incómodo, mas no tarda en deshacerse de cualquier atisbo de emoción en su rostro, recuperando el total control de lo que muestra al mundo y lo que realmente experimenta.
Asiente con la cabeza, consiguiendo que le muestre una sonrisa agradecida antes de sacar mi cuaderno y buscar la hoja en la que apunté la tarea.
Me da un par de indicaciones antes de decirme que intente hacerlo por mi cuenta. Cuando voy por el quinto ejercicio la puerta principal se abre, segundos más tarde el señor Leclercq aparece y vuelve a desaparecer en segundos sin proferir una sola palabra, el único indicativo de que está aquí son el sonido de sus pisadas y el azotón que da una puerta en el segundo piso al cerrarse.
Tras un momento vuelvo a fijar la vista en la hoja cuadriculada repleta de números y símbolos sobre mi regazo. Trazo un par de números y símbolos más, borro un poco, anoto cosas de nuevo y, finalmente, termino con mi tarea, o eso espero.
Le paso el cuaderno a Jaeger, aunque sé que él no me ha sacado los ojos de encima, así que si hice algo mal ya debería saberlo. Aún así, él revisa todo cuidadosamente, número por número, y no sé por qué solo eso me hace sentir tan bien.
Quiero mucho a mis padres, pero crecí viendo como los míos me dejaban de lado por trabajo y como los padres de Tessa se preocupaban por ella, por conocer sus gustos, sus fortalezas, debilidades, como la apoyaban y la ayudaban, mientras que a mí siempre me exigieron más.
No ha habido un día en mi vida en que mi mamá o papá se sentaran conmigo a explicarme cómo se resuelve una ecuación, o cualquier otra cosa, su respuesta siempre fue que estaban ocupados con trabajo.
Y las personas que siempre vienen a mi mente cuando pienso en quiénes me han ayudado con la escuela, son el señor y la señora Rice, mi mejor amiga y ahora Jaeger.
Incluso recuerdo que un día le dije a Tessa que le tenía envidia, porque sus papás siempre estaban para ella, y que los míos solo tenían tiempo para mí si era para obligarme a memorizar cosas relacionadas a su trabajo.
El insistente golpeteo en mi muslo me saca de mi ensimismamiento. Llevo mis ojos a esa área, y contemplo como ese golpeteo se transforma en una caricia cuando comienza a trazar círculos lentos con su pulgar.
Arrastro los ojos un poco más arriba y, cuando hacemos contacto visual, me veo reflejada en sus ojos, solo que en una versión mucho más joven, apretando una libreta contra mi pecho, viendo a mi padre trabajando en su oficina desde el umbral de la puerta, y dudando si entrar y pedir ayuda.
—Están...
No alcanzo a escuchar la frase completa, o no la proceso, porque tiene razón—. Tenías razón —me veo diciendo en voz alta.
—¿Qué?
—Tenías razón, sobre que mi sensibilidad sale a flote cuando se trata de mis padres —explico—. Dios, soy patética. —Niego con la cabeza incrédula—. Lo tengo todo, pero solo quiero que muestren un poco de interés por mí... ni siquiera los he visto esta semana.
—No dije que fueses patética.
—Pero lo soy.
—No, no lo eres —objeta—. Eres una adolescente que quiere la confianza y atención de sus padres, nada más.
—Pero...
—Pero nada —me corta—. Y están bien.
—¿En qué?
—Los ejercicios, están bien.
Sonrío involuntariamente al instante, olvidándome de cualquier otro pensamiento, y le arrebato la libreta como si quisiera comprobarlo por mi cuenta aún cuando no tengo la menor idea de nada.