Marco había dejado las luces apagadas el día anterior como castigo a mi comportamiento grosero, o eso fue lo que dijo antes de cerrar la puerta del sótano.
Esa noche, cuando fue a dejarme algo para cenar, me dijo que mi papá no era quien decía ser, por centésima vez, que su trabajo como policía era una farsa y que en realidad estaba liado con la mafia china. No pude soportarlo, seguía negándome a aceptar esa versión suya de mi padre y me dejé guiar por un impulso. Me puse de pie y le propiné un puñetazo como pude con mis manos aún amarradas por la cuerda. No me devolvió el golpe como creí que haría, se limitó a empujarme, de modo que caí sobre el colchón y salió de ahí alegando que tenía mucho que reflexionar si quería sobrevivir.
Mi rabieta me costó la cena, pero no fue la gran cosa. Desde entonces no he tenido contacto alguno con el mundo exterior, y estoy segura de que ya pasó también la hora del desayuno.
Durante mis primeros días aquí encerrada me decanté por dejar todo en manos de las autoridades, sabía que Jaeger no estaba aquí y que no le habían tocado, así que él estaba como testigo. Además, mi padre jamás se quedaría de brazos cruzados conmigo desaparecida, removería cielo, tierra y mar con tal de encontrarme. Pero con el pasar de los días, no sé, esa idea pasó a segundo plano y empecé a creer que tenía que hacer algo yo misma.
No estoy asustada, eso es un hecho. Crecer viendo a mis padres resolver casos como éste y peores, y aprender a resolverlos, me ha insensibilizado en ese sentido.
El tiempo pasa lentamente aquí dentro, y es aburrido solamente escuchar los pasos de las personas yendo y viniendo afuera. Con lo único que podía entretenerme un poco es tratando de maquinar algún plan para salir de aquí.
No hay ninguna ventana y el único modo de salir de aquí es por la misma puesta que usa Marco todo el tiempo. Tampoco hay en qué esconderme realmente.
Una de las esquinas está ocupada por un televisor con la pantalla estrellada, junto hay un montón de cajas apiladas que no tengo la menos idea de qué contienen, están cerradas. La pared de al lado está tapizada por armas de todo tipo; me pregunto si son funcionales o solo es una colección de cosas inservibles. En la otra pared hay un armario con una colección extravagante de vino y vodka. En el centro está otra televisión plasma posada sobre una mesilla de cristal, y ésta sí que funciona, frente a ella un sillón de tres plazas y a un costado otro individual; Marco a veces viene y ve algún programa frente a mí, sobretodo las noticias. Y luego está el viejo y sucio colchón que me hace de cama, olvidado en una de las esquinas de la estancia.
Tal vez podría esconderme algunos segundos detrás del sillón, pero no estoy segura de si me ocultaría estando uno parado en las escaleras. Y, una vez más, llego a la conclusión de que si quiero salir de aquí voy a tener que echar mano de mis poderes.
Escucho un par de pisadas acercarse, éstas se detienen en la puerta y luego se oye el ruido que provoca la cerradura al abrirse. La luz se enciende y tengo que parpadear repetidas veces para poder ver con claridad. Es Marco.
Está vestido completamente de negro.
Me sonríe con aires de superioridad y empieza a bajar las escaleras con pasos gráciles.
—¿Cómo amaneciste? ¿De mejor humor? ¿Reflexionaste sobre tu comportamiento de ayer? —pregunta, como si fuera una niña que hizo algo malo y están por levantarle el castigo.
—Púdrete.
—Pero vaya que tienes carácter, mujer —se burla.
Elimina la poca distancia que nos separa con un par de pasos, yo sigo sentada sobre el colchón, así que tengo que alzar la mirada para mantener el contacto visual.
—Levántate —ordena. Se inclina para tomarme del brazo y jalarme hacia arriba. Tiene suficiente fuerza como para lograr que deje de tocar el colchón, pero no como para alzarme por completo. Decido no contradecirlo por el momento y me pongo de pie—. Vamos, y no intentes nada estúpido o te mato, y créeme que no me tentaré el alma para hacerlo.
No digo nada, él tampoco agrega algo más y en un sepulcral silencio salimos del sótano.
Nunca creí que abandonaría esas cuatro paredes, claro, no mientras estuviera secuestrada.
Las paredes están pintadas de gris y blanco, y el piso está cubierto por baldosas de madera gris. Es un estilo minimalista, noto enseguida.
Marco me guía por los pasillos hasta que llegamos al comedor.
La mesa es de cristal, ovalada, con diez lugares, aunque solo en cinco está ya dispuesta la comida, y tres de esos lugares ya están ocupados.
Marco se sienta a la cabeza de la mesa, a su lado derecho está una mujer de unos 40 años que comparte rasgos con Marco y la chica que está a su lado, su hermana, Sabina, lo sé porque ella aparece en el recuerdo que vi cuando llegué. Al lado izquierdo de Marco está un hombre que no logro identificar.
—Siéntate —ordena cuando me he quedado parada durante demasiado tiempo. Señala el lugar junto al hombre y le obedezco.
Nadie me presta especial atención, cada uno está centrado en su propio plato de comida. Yo veo el mío, espagueti con ensalada. Pero me será imposible comer con las manos atadas, o al menos demasiado difícil.
Suspiro y subo las manos a la mesa en un modo silencioso de pedirle que me suelte. Marco alza la vista.
—Gennaro.
El hombre se gira en mi dirección y me pide en silencio que extienda las manos, lo hago y él se entretiene un buen rato tratando de desatar el nudo. Quien quiera que lo hubiese hecho se merecía un 10 por su buen trabajo.
Alzo la vista, topándome con los oscuros ojos de Marco, quien me mira con una clara advertencia: No intentes nada.
Una vez tengo las manos libres veo las marcas rojizas en mis muñecas, mi piel arde. Tuerzo la boca en una mueca y dejo de concentrarme en mi piel herida para ver el plato de comida, doy el primer bocado y mi estómago me lo agradece de inmediato. La comida está exquisita.