La casa de los Arens siempre estaba llena de brillo, orden y promesas de éxito. Para cualquiera, era un hogar envidiable; para Esther, un lugar demasiado pulcro, demasiado calculado, demasiado ajeno.
Aquella noche estaba frente a la mesa de estudio, rodeada de documentos financieros que sus padres insistían en que debía memorizar. Su madre repasaba gráficos en silencio; su padre dictaba fórmulas de inversión con voz firme. Todo parecía ensayado, como si la escena se repitiera cada día de su vida.
Pero Esther no escuchaba. Sus dedos jugaban con la pulsera que rodeaba su muñeca, el objeto más preciado que tenía.
—Necesitas más disciplina, Esther —dijo su madre, sin apartar la vista de la pantalla—. No basta con aprobar en la Academia. Si quieres merecer nuestra confianza, demuestra que puedes manejar el negocio.
Esther tragó saliva.
—Yo… no quiero negocios.
Su padre la miró con severidad.
—No empieces otra vez. Los viajes en el tiempo están bien mientras seas estudiante, pero lo real, lo que sostiene tu futuro, está aquí.
Ella bajó la mirada. Recordó con nitidez los trece años, cuando había suplicado entrar al programa de entrenamiento. Había llorado, había prometido ser aplicada en todo lo demás con tal de que no le negaran la oportunidad. Sus padres habían cedido, pero a cambio de un pacto silencioso: si quería seguir viajando, también debía ser la hija ejemplar, la heredera perfecta.
Y Esther había cumplido. Durante años estudió números y contratos con la misma dedicación con que practicaba activar portales, aprendió a calcular riesgos financieros mientras aprendía a cruzar barreras del tiempo. Lo aceptó todo porque cada viaje era la única chispa de vida en medio de tanta exigencia.
—He hecho lo que me pidieron —dijo con voz temblorosa, rompiendo el silencio—. Desde los trece años me obligué a estudiar cada número, cada regla, porque sabía que si no lo hacía… me quitarían lo que más amo.
Su madre levantó la mirada, sorprendida por el tono quebrado de su hija.
Esther respiró hondo y continuó, dejando escapar años de peso guardado:
—Pero nunca les importó lo que yo quería. Nunca preguntaron por qué suplicaba tanto por esos viajes. Para mí no es un pasatiempo. No es un deporte, como dicen. ¡Es lo único que me hace sentir viva!
Su padre se enderezó, su ceño más duro que nunca.
—Basta, Esther. Tu deber es con esta familia. No arruinarás todo por fantasías.
La joven lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Fantasías? —repitió en un susurro—. ¿De verdad creen que mi vida se resume en balances y contratos?
El silencio se volvió insoportable. Nadie respondió. Nadie lo había hecho nunca.
Con rabia, Esther empujó la silla, que se volcó al suelo con estrépito.
—Entonces no me necesitan aquí —dijo, la voz quebrada—. Y yo tampoco los necesito a ustedes.
Salió corriendo de la sala antes de que pudieran detenerla.
En su habitación, cerró la puerta de golpe. El pecho le dolía de tanto contener el llanto. Miró su reflejo en el espejo: los ojos hinchados, las mejillas húmedas… y la pulsera brillando débilmente, como un recordatorio de lo único que realmente era suyo.
La acarició con las yemas de los dedos.
—Si allá soy libre… entonces iré allá.
Marcó su código en su pulsera que le ayuda a abrir los portales. El aire frente a ella se onduló, abriéndose como agua clara. El bosque, la laguna, la paz que tanto anhelaba, aparecieron frente a ella como un secreto guardado solo para su corazón.
Sin pensarlo más, cruzó el portal.
El aire fresco la envolvió de inmediato. El bosque olía a tierra húmeda y a hojas vivas. La laguna brillaba bajo el cielo abierto, quieta y serena. Esther dejó caer las sandalias y hundió los pies en el agua, dejando que el frío le limpiara las lágrimas.
—Aquí nadie me pide ser otra cosa —murmuró.
Pero entonces escuchó un crujido entre los árboles.
Un joven salió del bosque. Tenía la ropa sencilla de un campesino y la expresión de alguien que había discutido hasta la rabia. Al verla, se detuvo en seco.
Esther lo miró con el corazón detenido. Él la observaba como si hubiera encontrado un ser imposible.
—¡Ahhh! —gritó ella, sobresaltada.
—¡Por Dios! —exclamó él, retrocediendo.
El eco de sus voces retumbó en la laguna. Esther intentó activar la pulsera, pero chisporroteó, fallando. Ninguno de los dos sabía qué hacer: ella, paralizada por el miedo de haber sido descubierta; él, confundido ante aquella aparición imposible.
Y así, en un instante que ninguno planeó, el destino trazó un lazo invisible entre sus mundos.