A Través del Tiempo

Capítulo 4- Puedo confiar en él?

Se detuvieron al fin detrás de un roble enorme, ambos respirando agitadamente, las manos apoyadas contra el tronco húmedo. El silencio volvió poco a poco, roto solo por el ulular de un búho en la distancia.

Edwyn exhaló con alivio.
-Por fin... se fueron -murmuró, secándose el sudor de la frente-. Qué dicha que no nos persiguieron más.

Pero esa calma no duró. Su expresión cambió de inmediato: de alivio a indignación.
-¡¿En qué estabas pensando?! -explotó, señalándola con el dedo-. ¡Si no conoces este lugar, ¿cómo es posible que vengas a meter la nariz así, como si nada?! ¡Pudiste haberte matado... y de paso arrastrarme contigo!

Esther bajó la mirada, pateando una piedrita con la punta del zapato. Un nudo le apretaba la garganta.
-Yo... yo no sabía que había lobos.

-¡Precisamente! -Edwyn levantó las manos, desesperado-. No sabes nada, y aun así caminas como si todo fuera un juego.

Ella apretó los labios, dolida, pero también con orgullo. Alzó la cabeza de pronto.
-¿Y quién lo mandó a ayudarme? Yo no pedí nada.

Edwyn parpadeó, incrédulo.
-¡No podía dejar que murieras frente a mis ojos! -gruñó-. ¡No soy un monstruo!

-Pues eso es asunto suyo, no mío. Nadie le rogó que me salvara.

Hubo un silencio tenso. Solo el viento en las hojas. Edwyn resopló, dándose la vuelta con brusquedad.
-Muy bien. ¡Mejor! Ahora sí te dejo. Pero no vayas por ese lado -señaló con la barbilla hacia la espesura-, porque ahí sí no te salva nadie.

Esther lo vio alejarse unos pasos. Su corazón palpitaba fuerte: no sabía si por el susto de los lobos, la rabia, o porque estaba... sola.
Miró alrededor: sombras largas, insectos zumbando en sus oídos, bichillos que se arrastraban por el suelo húmedo. Un chillido extraño rompió la quietud del bosque.

-Ay no... -susurró, retrocediendo. Su piel se erizó.

El sonido volvió, más cerca. Esther tragó saliva. Su valentía se desmoronó en un segundo. Y antes de darse cuenta, estaba corriendo tras Edwyn.

-¡Ay bueno, está bien! -gritó, alcanzándolo con jadeos-. ¡Ayúdeme! Pero nada más un poquito, solo... solo lo necesario.

Edwyn la miró de reojo, arqueando una ceja.
-¿Ah sí? ¿Y quién dijo que yo quería ayudarte? Hace un minuto estabas muy orgullosa.

-¡Pues ahora no! -estalló Esther, cruzándose de brazos aunque estaba temblando-. No quiero pasar la noche aquí llena de mosquitos y... y ruidos raros.

Él la observó en silencio, con esa mezcla suya de fastidio y compasión que no lograba ocultar. Finalmente, suspiró y murmuró para sí:
-Siempre me toca a mí cargar con los problemas ajenos...

Luego en voz alta:
-Está bien. Pero antes dime... ¿dónde vives? Quizá pueda llevarte a tu casa.

Esther se quedó helada. El brillo chisporroteante de su pulsera iluminó un instante sus ojos cafés. No podía decir la verdad.

-Yo... no tengo casa. Soy... huérfana. -Titubeó un segundo, inventando rápido-. Me perdí hace días. Y la verdad... ya no recuerdo bien. Se me borró la memoria.

Edwyn frunció el ceño. No era estúpido; la historia sonaba rara. Sus ojos bajaron a la pulsera, que destelló una vez más como una luciérnaga inquieta.

-Hmm. -Su voz se volvió baja, casi un gruñido-. Una huérfana que brilla en la oscuridad. Definitivamente eres una bruja.

Esther abrió los ojos como platos.
-¡¿Cómo?! ¡Ya te dije que no!... además, las brujas no existen.

Él no respondió. Solo se pasó la mano por la nuca, como si tuviera que decidir entre dejarla allí o hacer lo correcto. Al final, masculló:
-En fin. Bruja o no, no me has matado todavía. Confiaré en que no lo harás esta noche.

Esther lo miró sorprendida.
-¿Eso significa que...?

-Significa que vas a venir conmigo, pero en silencio. Y si haces algo raro... te saco de la casa de inmediato.

Ella sonrió apenas, triunfante.
-No haré nada raro.

Caminaron en silencio, cuidando de no hacer ruido. Al cabo de unos minutos, se alzó ante ellos la silueta de una casita sencilla, con luz tenue escapando por una rendija de la ventana.

-Es aquí. -Edwyn abrió la puerta despacio, cuidando que las bisagras no chirriaran. Adentro, todo estaba en penumbras.

Siguieron con pasos de pluma. Los padres de Edwyn dormían profundamente. El muchacho se detuvo frente a una puerta y la abrió con cautela.

-Escucha... -susurró-. No puedo llevarte al cuarto donde dormía mi hermana antes de casarse, porque si en la mañana mis padres ven las cobijas revueltas, sabrán que alguien estuvo allí. Y si descubren que metí a una desconocida en casa... se acaba todo.

Esther tragó saliva.
-Entonces... ¿qué hacemos?

-Vas a dormir en mi cuarto. -Dijo la frase como si pesara una tonelada.

-¿En el tuyo? -repitió ella, sorprendida.

-Sí. Pero no te hagas ideas raras. -Señaló la cama, luego el rincón-. Tú duermes ahí, en la cama. Yo tengo bastante paja para tirarme en el suelo.

Esther abrió mucho los ojos.
-¿Y vas a dormir en la paja?
-Estoy acostumbrado. No es la primera vez. -Edwyn se encogió de hombros y empezó a acomodar un montón de heno en el rincón, formando un improvisado colchón-. La cama es tuya.

Ella lo observó en silencio, con el corazón latiéndole fuerte. Se sentía rara: agradecida, culpable, divertida y un poquito nerviosa al mismo tiempo.

-Gracias -murmuró finalmente, sentándose en el borde de la cama.

Edwyn no la miró. Ya estaba estirándose sobre el montón de paja, con un suspiro resignado.
-No me des las gracias. Todavía no confío en ti.

Esther sonrió apenas, arropándose.
-Pues yo sí confío en usted.

Edwyn gruñó bajito, dándole la espalda.
-Terquísima...

Y en ese silencio, con los dos respirando a pocos metros de distancia, terminó la noche más extraña de sus vidas.




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