A Través del Tiempo

Capítulo 6- Pollitos al mediodía, sombras en la tarde

La mañana transcurrió entre intentos fallidos de trabajo. Esther, testaruda, insistía en ayudar a Edwyn aunque cada movimiento parecía conspirar contra ella.

En un descuido, vio a una gallina revolverse inquieta y, al poco, dejar un huevo fresquito sobre la paja. Esther abrió los ojos como si hubiera presenciado un milagro.
-¡Pero qué maravilla! ¡Acaba de salir de adentro! -dijo con voz emocionada.

Edwyn arqueó una ceja.
-Eso se llama poner un huevo. Pasa todos los días.

Ella lo miró con una mezcla de indignación y fascinación.
-Lo sé, pero ¿Tú sabes lo genial que es?

Él no respondió, pero en silencio pensó que jamás había visto a alguien emocionarse por algo tan cotidiano. Entonces dijo:
-Si eso le sorprendió, venga. Le enseñaré algo más.

La guió hasta otra gallina que estaba empollando con paciencia. Debajo, se movían pequeñas bolitas amarillentas. Esther se inclinó y soltó un gritito ahogado.
-¡Pollitos! -exclamó con una sonrisa desbordante-. ¡Qué preciosidad!

Sin pensarlo, empezó a darles nombres: "Este es Copito, este se va a llamar Manchitas, y este... este se va a llamar Don Pancito."

Edwyn la observaba desconcertado.
-No sirven de nada los nombres. Los animales no son amigos.

-Claro que sí -replicó ella-. Al final, todos somos animales, así que no importa.

Él se quedó callado, confundido por esa lógica extraña que, sin embargo, le sonaba con un dejo de verdad.

El resto de la mañana pasó con labores. Esther seguía tropezando con herramientas, derramando agua y recibiendo el bufido indignado de Edwyn a cada rato. Pero cuando le tocaba alimentar a las gallinas, se notaba que estaba feliz; las aves ya no la perseguían, y hasta los pollitos parecían seguirla.

A la hora de comer, Edwyn llevó un almuerzo: pan de centeno un poco duro, un pedazo de queso curado, cebollas tiernas y un cuenco de sopa rala de nabos con hierbas. Era todo lo que había preparado su madre antes de irse al pueblo. Lo dividió en dos, con cuidado.

Esther lo miró frunciendo el ceño.
-Pero... ¿y tú? Estás comiendo menos.

-Es lo que hay -dijo él con calma-. Mis padres llevan la cuenta de todo lo que se consume. No debo gastar más.

Ella lo miró indignada.
-¡Pero somos adultos! ¿Qué daño hace tomar ciertas decisiones en casa, como poder comer un huevo más?

Él la fulminó con la mirada.
-No entiendes. Nuestro deber es hacer rendir lo que tenemos. Es la manera de vivir.

Esther calló, aunque por dentro hervía. Veía su alrededor, y si había posibilidad de comer un huevo más. Él era tan diferente a ella... tan sometido a lo que le decían sus padres. Sin embargo, también lo comprendía: él no había tenido elección.

La tarde cayó rápido y Edwyn, serio, le dijo que debía esconderse.
-Mis padres no pueden verla. Quédese en mi cuarto. Yo le dejaré algo de comer en la noche.

Esther bufó, rodando los ojos.
-Qué aburrimiento... -susurró, tirándose en la cama mientras él salía.

El cuarto tenía una ventana que daba al patio trasero. Por momentos pensó en escabullirse para explorar, pero temió que, si él volvía y no la encontraba, pensara que lo había abandonado. Así que se quedó, aburrida, escuchando voces a través de la puerta.

Y escuchó. Escuchó demasiado.
El padre de Edwyn lo estaba regañando. Gritaba porque en la mañana las vacas no tenían el agua suficiente en el bebedero.
-¡Una tarea tan sencilla, Edwyn! ¿Cómo pudiste olvidarlo? -tronaba la voz grave del hombre.

Esther sintió que se le helaba la sangre. Ella había sido la que, por accidente, tiró el cubo al suelo cuando intentaba cargarlo y lo dejó volcado sin darse cuenta.

Edwyn trató de responder con calma.
-Yo... lo hice, padre. Solo que quizá... se volcó el cubo.

Pero su explicación no convenció. El sonido seco de una bofetada resonó en la casa. Esther se llevó la mano a la boca, conteniendo un grito.

El silencio que siguió fue terrible. Luego, escuchó pasos pesados alejándose. Edwyn salió minutos después, con la mejilla roja. Esther, a través de la ventana, vió que se había ido a sentar sobre una roca en el patio trasero, girando una piedra entre sus dedos mientras unas lágrimas discretas rodaban por su rostro.

Esther lo observó, con un nudo en el pecho. Los recuerdos de su relación con sus padres volvieron a ella: nunca la habían golpeado, pero sí la habían presionado, moldeado, ignorado a veces. Aun así, le habían permitido perseguir cosas que amaba. Edwyn, en cambio, parecía encadenado a una vida que ni siquiera había elegido.

Él pasó horas afuera, hasta que, entrada la noche, regresó al cuarto. La encontró recostada, fingiendo pensar en otras cosas, aunque sus ojos brillaban de curiosidad.

-Seguro se aburrió aquí -dijo él, dejando un panecillo en la mesa.

Esther se sentó de golpe y, con un tono despreocupado, respondió:
-No tanto. Los pollitos me entretuvieron hace un rato, son divertidos.

El comentario, dicho con seriedad infantil, sonó tan ridículo que hasta Edwyn parpadeó, conteniendo una carcajada. Luego volvió a fruncir el ceño, serio.
-De verdad, usted me desespera.

Se sentó en el suelo, exhalando fuerte. El ambiente se volvió más pesado. Finalmente, levantó la mirada hacia ella:
-Dígame la verdad. ¿Cuándo piensa decirme de dónde viene? ¿Y qué es esa luz extraña que carga en la muñeca?

Esther se quedó muda, apretando la pulsera bajo la manga. Las palabras se le atascaban en la garganta.




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