Ella lo reconoció al instante. Y como si un resorte se activara, soltó un grito y se hundió de golpe, dejando solo dos ojitos flotando, fijos en él.
Edwyn giró la cara tan rápido que el pie se le resbaló en la orilla.
—¡E-Esther! —logró decir, tartamudeando—. ¿Qué… qué demonios…? ¿Quieres matarme del susto? ¿Qué haces aquí tan temprano? ¡El agua debe estar helada!
Lo decía en tono de reclamo, pero las palabras le salían atropelladas, como si tuviera que empujarlas para atravesar la barrera del pudor.
Desde el agua, ella trató de contestar, pero solo salieron burbujas: “blublublu”.
—¿Qué? —preguntó él, confundido.
Ella emergió, resoplando—. ¡Que eso no le incumbe! —replicó con las cejas fruncidas—. Es mi vida… y sé que le estorbo a todo el mundo. Bueno… que te estorbo a ti.
Él tragó saliva, todavía sin mirarla.
—El que debería estar enojado soy yo. Te fuiste sin decir nada… como si hubieras huido por lo de ayer.
—No huí —dijo ella, más suave—. Solo estaba… abrumada. En mi tiempo nadaba para calmarme. Claro… en piscinas enormes. Pero esta laguna… es distinta. Limpia, cristalina. Hermosa. Y obvio no iba a desnudarme contigo ahí. Así que vine temprano, antes de que despertaras.
Edwyn apretó las manos sobre las rodillas y se dejó caer sentado, de espaldas al agua.
—Pues ahora me tienes aquí, esperándote.
Ella chapoteó un poco, sin saber cómo responder.
—No sé si quiero volver todavía. Siento que te causo problemas. Te revelo un secreto enorme y… reaccionas mal. Seguro hasta piensas que soy una bruja.
Él suspiró, sin girarse.
—No importa. Si me has causado todo tipo de problemas, pero mientras lo reflexiones y lo entiendas… no me importaría seguir teniéndote en casa.
Esther frunció los labios con una sonrisa triste.
—¿Ve? ¡Ahí está! Me admites que te causo problemas. Usted es demasiado buena persona… yo no ayudaría a alguien así, ni aunque me lo suplicara. Para mí el viaje en el tiempo es normal, pero… esta época es tan lejana que obvio te da miedo. Mejor déjame aquí sola, ¿sí?
Hubo un silencio largo, roto solo por el movimiento del agua. Entonces Edwyn habló:
—Es cierto que me pones nervioso… que me alteras… que me sacas de mi calma de formas que no siempre me gustan. Pero… la casa estaría más vacía sin tí.
Lo dijo como si estuviera comentando algo trivial, pero a ella le dolió y la conmovió a la vez.
Sin responder, salió del agua, se secó lo mejor que pudo y dijo:
—Listo.
Edwyn se levantó, con las orejas rojas.
—Vamos a casa.
El camino de vuelta fue… peculiar. No hablaron mucho, pero el silencio no era completamente incómodo. Cada tanto, uno de los dos aceleraba el paso sin razón aparente, como si la distancia física pudiera borrar la vergüenza que aún tenían pegada a la cara después de la escena en la laguna.
Edwyn caminaba mirando al suelo, pateando piedritas, y de vez en cuando echaba una mirada rápida a Esther, solo para encontrarse con que ella estaba observando cualquier cosa menos a él: un árbol, una nube, el camino.
Cuando llegaron a la casa, no hubo grandes discursos. Él se pasó una mano por el cabello, como quitándose el peso del momento, y le señaló con un gesto las tareas que quedaban por hacer.
—Te toca darles el maíz a las gallinas y revisar que no se haya quedado ninguna fuera del corral —dijo, evitando mirarla directo.
Esther asintió, repitiendo en voz baja la instrucción para no olvidarla. No quería que, después de la laguna, él pensara que además era una inútil para el trabajo.
Pasaron así la tarde. Él se dedicó a lo suyo: revisar las cercas, llenar los baldes de agua, y reparar una pala vieja que había perdido el mango. Ella, mientras tanto, iba completando las tareas una por una, con cierta concentración que parecía más forzada que natural.
Cuando el sol comenzó a caer y el cielo se llenó de tonos anaranjados, se escuchó el sonido familiar de los caballos acercándose: los padres de Edwyn volvían. Esther apenas tuvo tiempo de lavarse las manos y cerrar la ventana del cuarto antes de que entraran. Se metió en la habitación de él como si fuera un ritual ya aprendido.
Edwyn, por su parte, recibió a sus padres en la cocina.
—¿Cómo estuvo el día? —preguntó su madre, intentando suavizar la tensión que todavía flotaba desde el último altercado de su esposo con su hijo.
—Lo de siempre —respondió él, encogiéndose de hombros—. Nada que contar.
—¿Ni algo nuevo? ¿No hiciste algo distinto? —insistió ella con una sonrisa suave, casi forzada.
—No, madre. —Tomó asiento y empezó a servir sopa, evitando prolongar el tema.
Hubo un silencio breve en la mesa, interrumpido solo por el choque de los cubiertos y un leve sonido de desaprobación del padre, que no miraba directamente a su hijo.
Edwyn comió apenas la mitad y luego dejó la cuchara a un lado.
—Creo que más tarde termino el resto.
—Está bien, hijo —dijo la madre, aunque su mirada lo siguió un momento antes de volver a su plato.
Cuando entró en el cuarto, Esther estaba sentada en el borde de la cama, distraída con algo que parecía un pequeño cuadernillo improvisado. Sus ojos brillaron al verlo.
—Estuve pensando… —dijo sin rodeos—. Podría enseñarte matemáticas, economía… todo lo que sé. Te serviría para la casa, para que no solo tus padres sean los responsables de las finanzas... tal vez así yo les pueda ser de utilidad a ustedes.
Edwyn arqueó una ceja y dejó el plato sobre la mesa.
—Ya sé hacer cuentas, y eso de las finanzas lo hacen mis padres por decisión de ellos, no porque yo no pueda.
—¡Perfecto! —respondió ella, animada—. Así avanzamos más rápido. Sé que te servirá más adelante, los números siempre te ayudarán para muchas cosas, tanto en la casa como para la vida.
Edwyn se quedó un momento en silencio después de escuchar la propuesta de Esther. No la rechazó, pero tampoco parecía convencido. La miraba con ese gesto serio que usaba cuando estaba midiendo cada palabra antes de decirla.