A Través del Tiempo

Capítulo 10- Estamos en aprietos

Esther se fué incorporando un poco de su delicioso sueño, y, justo cuando se levantó, la puerta se abrió. Edwyn entró, absorto en preocupación. No era la típica seriedad suya… esta vez traía algo distinto, como si el peso de lo que pensaba se le hubiera metido hasta los huesos.
—Ay, Edwyn… —dijo ella, frunciendo el ceño—. ¿Qué pasa? ¿Ahora qué te tiene con esa cara?

Él la miró como si no supiera si hablar o callar.

—¿Tanto se me nota?

—Mucho. Pareces un libro abierto ahorita mismo.

Se sentó en su cama improvisada de paja, ladeando la cabeza.

—Creo que estamos en aprietos… —su voz salió grave, medida—. Mis padres me dijeron algo esta mañana antes de irse. Tenemos que hacer un viaje a la casa de mi hermana Antonia.

Esther se incorporó más.

—¿Y eso? ¿Está bien?

Edwyn bajó la vista.

—No… no exactamente. Su esposo tuvo un accidente. Se cayó del caballo. No es que esté grave de muerte, pero necesita cuidados… y Antonia sola no puede con todo.

Esther sintió un nudo en el estómago.

—Pobrecillo… —murmuró, sincera—. Debe estar pasándola muy mal.

—Sí —continuó él, pasándose una mano por la nuca—. Y… vamos a tener que ir los tres. Mi padre, mi madre y yo.

Ella parpadeó, intentando asimilarlo.

—Ah… entonces…

—Exacto. ¿Qué vas a hacer tú mientras no estemos?

Por un segundo, pensó que le estaba dando prioridad a su ausencia por encima de la situación del cuñado, y quiso decirle que no se preocupara, pero Edwyn se adelantó, serio:

—Y antes que lo digas… no, no es tan simple. Esto es un problema de verdad.

Esther intentó suavizar la tensión.

—Bueno… entre lo malo, algo bueno. Vas a salir de aquí, ¿no? Conocerás otros lugares, verás gente nueva… eso debería emocionarte un poquito.

Él arqueó una ceja, como si no entendiera la lógica.

—Eso está de más. Lo que me preocupa es que no sé dónde dejarte. Y… no sé… yo no he salido de aquí desde que era niño.

Ella lo miró, pensó que eso de estar solo y nunca salir solo era una exageración, que por lo menos algunas veces si había podido salir en su adolescencia, no pensó que el caso de Edwyn fuera peor de lo que ella creía.

—¿Cómo que desde niño? ¿Ni siquiera al pueblo?

—No. La granja es… todo. Trabajo aquí, ayudo a mis padres, y esa es mi función. —Se encogió de hombros, con una resignación tan natural que le dolió—. Ni siquiera con los vecinos he tenido contacto desde hace años.

Esther sintió que las palabras se le quedaban resonando. ¿Toda su vida así? Sin amigos, sin visitas, sin nadie más que sus padres. En su mundo, eso sería impensable.

—¿Y por qué no? —preguntó, genuinamente confundida.

—Antes venían seguido, cuando yo era niño. Pero… dejaron de hacerlo. Sus tierras están lejos, ellos también trabajan sin parar. La verdad es que… no tengo a nadie más.

Esther no dijo nada. No sabía si sentir pena, asombro o una mezcla extraña de ambas. Lo miró, y vio en él esa calma aprendida, como si no conociera otra vida que la rutina diaria.

—En fin… —cortó él—. Lo importante ahora es decidir qué hacer contigo.

—Yo puedo quedarme —saltó ella, decidida—. Me sé todas las tareas, puedo cuidarme, y así cuando vuelvan no falta nada.

Él negó con una sonrisa incrédula.

—Si algo falta, mis padres se darán cuenta. Ya te lo he dicho.

—Bueno… entonces me quedo con los vecinos.

—Estás bromeando. —Edwyn soltó una risa corta, sin humor—. Ya te dije que no tengo contacto con ellos.

—Esther… no. Olvídalo. No voy a llevarte con los vecinos.

—¿Por qué no? —insistió ella, cruzándose de brazos.

—Viven lejos, y… —resopló, como si la sola idea le pareciera absurda—. Para llegar a sus tierras tendríamos que caminar horas, y no pienso dejarte ahí tirada en medio de la nada.

—¡Pero no te digo que vayamos hasta sus tierras! —Ella se inclinó hacia él, como quien suelta un plan brillante—. Si ellos tienen que ir al pueblo, necesariamente pasan cerca de aquí, ¿o no?

Edwyn hizo una mueca.
—Más o menos… el camino al pueblo bordea las tierras, pero no es que crucen por aquí mismo.

—Entonces vamos a esperarlos en ese camino —dijo ella, como si fuera lo más lógico del mundo—. Si pasan, les pedimos el favor.

Él soltó una risa corta, incrédula.
—Esther… ¿sabes cuántas posibilidades hay de que nos crucemos justo con ellos? Cero.

—¿Y si no? No perdemos nada.

Edwyn la miró, y en esos ojos suyos estaba esa determinación terca que él ya conocía. Resignado, se pasó la mano por la cara y suspiró.
—Está bien… pero que quede claro: lo hago para que veas que no va a funcionar.

Ella sonrió como si ya hubiera ganado una batalla.
—Perfecto. Entonces, ¿Qué esperamos?

Él la señaló con el dedo.
—Prepárate. Es una caminata larga. Y te advierto: barro, bichos y humedad.

—No importa. —Esther ya estaba de pie, ajustándose la ropa—. Sobreviví a los lobos, ¿Recuerdas?

Él sonrió apenas, pero se indignó rápidamente, porque fue gracias a él que no murieron y ahora se hace la valiente.

—En fin— Edwyn rodó los ojos, se incorporó y fue directo hacia la mesa donde siempre dejaba las cosas de trabajo. Tomó una cuerda, un pequeño cuchillo y un trozo de tela áspera que, doblada, podía servir para cubrirse la cabeza de la lluvia.

—¿Para qué todo eso? —preguntó ella, siguiendo con la mirada sus movimientos.

—Porque no sé cuánto tiempo vamos a estar ahí —dijo él, sin mirarla—. Y no pienso regresar empapado si empieza a llover.

—¿Y para mí no hay nada? —ironizó Esther, cruzándose de brazos.

Edwyn soltó un suspiro y rebuscó en un baúl de madera. Sacó otro trozo de tela y se lo lanzó.

—Toma. Átalo bien o lo vas a perder con el viento. Además, te servirá para cubrir ese pelo lleno de colores, no te lo quites por nada del mundo.

Ella lo observó un segundo, con media sonrisa, antes de atarse la tela como pudo.




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