Caminaron casi una hora más entre charcos, ramas bajas y bichos que se colaban por la ropa. Esther daba saltitos cada vez que algo le rozaba el tobillo, y Edwyn, aunque intentaba disimular, no podía dejar de reír por lo bajo.
El cielo, que había empezado despejado, se fue cubriendo de un gris espeso. El aire se volvió más húmedo, y un silencio raro se extendió, roto solo por el canto lejano de algún pájaro.
—Mira eso… —murmuró Esther, señalando las nubes negras que se acercaban rápido.
—Sí… y no me gusta —respondió Edwyn, mirando a su alrededor—. Vamos a tener que buscar refugio si no queremos volver empapados.
Un trueno retumbó con fuerza, tan cerca que Esther dio un salto instintivo.
—¿Fue… aquí encima?
Edwyn la miró con media sonrisa burlona—. No me digas que también tienes miedo a los truenos.
—¡No es miedo! —replicó ella, erguida, intentando sonar segura—. Fue… sorpresa.
Otro trueno, más fuerte que el anterior, la hizo dar un segundo brinco. Esta vez, sin pensarlo, corrió y se aferró al torso de Edwyn. Él también se sobresaltó, no tanto por el trueno, sino por el contacto inesperado.
—Cre.. creo que el trueno no se va a asustar solo porque me abraces —dijo él, sonrojado, intentando apartarse su cara hacia un lado.
Esther abrió los ojos y, al darse cuenta de lo que hacía, se separó de golpe.
—¡No me había dado cuenta! Fue… fue puro reflejo.
—Ajá… reflejo de miedo —contestó él, medio riéndose.
—Y si te cae un rayo encima, ¿qué? —preguntó ella, mirando al cielo con cara de preocupación.
—Pues… me muero —dijo él con toda naturalidad.
—¡No bromees con eso! —exclamó ella, cruzándose de brazos mientras otro trueno resonaba.
La lluvia no tardó en desatarse, gruesa y fría, empapándolos en segundos. Corrieron hasta un viejo roble cercano y se resguardaron bajo su copa, aunque las hojas no lograban detener toda el agua.
—Qué refugio más inútil… —murmuró Esther, sacudiéndose el cabello.
—Bueno, no traje techo incorporado —dijo Edwyn con ironía.
Fue en ese momento que, entre el repiqueteo de la lluvia, se escuchó el sonido de cascos sobre el barro. Edwyn levantó la cabeza, entrecerrando los ojos para ver mejor.
—Es un caballo… y viene hacia aquí.
Esther entrecerró los ojos, intentando escuchar. Entre el repiqueteo de la lluvia y algún trueno lejano, sí, ahí estaba: un tac-tac-tac acompasado, cada vez más nítido.
—¿Será…? —empezó a decir ella, con una sonrisa cómplice.
—No cante victoria —la interrumpió él, cruzando los brazos—. Puede ser cualquier viajero. O un mercader. O… —pero su voz perdió fuerza— aunque admito que… no es común que pasen por aquí.
A medida que el sonido crecía, la silueta de un pequeño carruaje tirado por dos caballos surgió entre la cortina de agua. El conductor era un joven robusto, rubio, que trataba de mantener las riendas firmes a pesar del barro que salpicaba a cada paso.
—¡Es un milagro! —dijo Esther con media carcajada—. Y usted jurando que no íbamos a ver a nadie.
Edwyn tragó saliva. —No me emociona el milagro… porque ahora toca pedir el favor.
El carruaje pasó frente a ellos sin disminuir la marcha. La lluvia ahogaba cualquier intento de voz.
—¡Señora Tamaraaa! —gritó Edwyn con todas sus fuerzas.
Nada. El ruido del agua tragó su llamado.
—¡Déjeme a mí! —dijo Esther, y entonces, como si el cielo la hubiera querido ayudar, un relámpago iluminó la escena seguido de un trueno ensordecedor. El susto la hizo dar un grito agudo que resonó en todo el camino.
—…Bueno —rió Edwyn—, si no nos oyeron ahora, no nos oyen nunca.
Y sí los oyeron. Dentro del carruaje, una mujer de rostro redondeado, cabello rubio trenzado y ojos verdes vivaces se asomó con gesto de sorpresa.
—¡Kenneth, para! —ordenó al muchacho que guiaba los caballos.
—¡¿Qué?! ¡Pero madre, si está lloviendo a cántaros! —protestó él.
—¡Que pares te digo!
El carruaje se detuvo de golpe, salpicando barro por todas partes. Edwyn y Esther se acercaron a paso rápido, esquivando charcos como podían. Tamara, la vecina, sonrió ampliamente al reconocerlo.
—¡Edwyn! ¡Mi chiquito! —dijo, extendiendo los brazos como si fuera a bajarse a abrazarlo—. ¡No te veía desde que eras un niño! ¡Mírate, tan alto y tan… empapado!
Edwyn sonrió con una incomodidad visible.
—Buenas tardes, señora Tamara… disculpe que la detenga así…
Esther llegó detrás, jadeando por la corrida y la risa que todavía le quedaba por el susto del trueno.
—Y… buenas tardes también —añadió, intentando recobrar el aliento.
Tamara entrecerró los ojos curiosa.
—¿Y esta muchachita? —preguntó, mirándola de arriba abajo.
Edwyn carraspeó. —Es… una huésped…
—¿Huésped? —Tamara arqueó una ceja y sonrió como si acabara de encontrar un chisme delicioso—. Esto suena interesante. A ver, suban al carruaje antes de que se me congelen ahí parados.
—Verá, señora Tamara… —empezó Edwyn, con las manos entrelazadas y la mirada fija en sus zapatos mojados—. Mis padres y yo tenemos que ir a casa de mi hermana Antonia unos días. Su esposo tuvo un accidente… se cayó de un caballo y necesita ayuda para recuperarse. Y ella es nuestra huésped, resulta que se perdió y la estamos alojando mientras sepamos dónde vive...
Tamara se sorprendió. —que familia tan buena, ustedes son de admirar, alojar a una muchachita que no conocen, lo esperaba de tu madre Rose, pero ¿del señor Timothy?, increíble, si que cambió, lo recuerdo siempre muy amargado.— soltó una carcajada mientras tapaba su boca.
—ja ja... si muy amables verdad...— dijo Edwyn de forma nerviosa— Y… —continuó él—, bueno, no sabemos qué hacer con Esther mientras tanto. Yo pensé… que tal vez usted podría darle alojamiento… pero si quiere, mejor no. Olvídelo. Ya nos vamos, Esther.
—¡Edwyn! —protestó ella, dándole un codazo suave—. ¡Ya estamos aquí! Díselo bien.