La lluvia golpeaba las hojas del árbol como si quisiera atravesarlas. Cada gota rebotaba en las ramas y caía en chorros helados sobre sus hombros. Esther y Edwyn se habían pegado al tronco, intentando cubrirse lo más posible, aunque era inútil: la humedad ya se les metía en los huesos.
Edwyn, con la mirada fija en el suelo embarrado, escuchaba el repiqueteo constante del agua. Había algo hipnótico en ese sonido… pero también irritante. No podía dejar de pensar en lo ridículo que era estar ahí, bajo un árbol, empapados, porque las cosas siempre se complicaban desde que ella había llegado.
Cinco minutos después, el aguacero comenzó a ceder. Él levantó la vista y vio cómo la cortina de agua se volvía más fina.
—Creo que ya está bajando —dijo, con voz baja—. Si corremos ahora, llegaremos antes. Solo… —miró con ojo crítico el lodazal frente a ellos—, esquiva las partes con mucho barro. No quiero accidentes desafortunados.
Esther lo miró de reojo. Aún recordaba su caída anterior y ahora se hace el que nunca resbaló y solo era ella la que tenía accidentes.
—Ajá… claro, "solo esquiva el barro", como si fuera tan fácil —masculló, aunque lo siguió.
Empezaron a correr. El suelo era un campo minado de charcos y raíces ocultas. Edwyn avanzaba con pasos medidos, casi calculados, mientras ella alternaba entre trote y salto, intentando no hundirse. El frío les mordía las manos, el viento les empapaba el rostro, y aunque ninguno lo dijo, ambos sentían una mezcla de prisa y deseo de llegar a un lugar seco… cualquier lugar seco.
Cuando por fin alcanzaron la casa, estaban calados hasta los huesos. El barro les manchaba hasta las rodillas y pequeños insectos trepaban por las costuras de la ropa.
—Genial… ahora soy un buffet para bichos medievales —bufó Esther, sacudiéndose el cuello.
Edwyn no comentó. Solo la guió directo al cuarto vacío que antes perteneció a su hermana Antonia. El aire dentro estaba más frío que el pasillo, y un olor a polvo viejo flotaba en el ambiente. Abrió un baúl y sacó un vestido sencillo, de tela áspera y color apagado.
—Ponte esto. Es de mi hermana. Está… —hizo una pausa, buscando una palabra suave—, bueno, "con aroma a guardado".
Esther lo tomó con dos dedos, examinándolo como si fuera un objeto arqueológico.
—Wow… sí que huele a siglo pasado.
—Porque es de este siglo —replicó Edwyn, arqueando una ceja—. Anda, cámbiate.
Ella empezó a quitarse la capa mojada, pero entonces él se quedó mirándola fijamente, como si algo acabara de golpearlo en la mente.
—Espera… tu pelo.
—¿Qué pasa con mi pelo? —preguntó, tocándose las puntas, aunque en el fondo ya sabía por dónde iba la cosa.
—¡Tamara va a pensar que eres una bruja! —soltó casi en susurro, como si nombrarlo en voz alta pudiera invocar un problema aún mayor—. Aunque… —entrecerró los ojos— sigo sin decidir si no lo eres.
Esther parpadeó, sin palabras. El corazón le dio un pequeño brinco. Él podía bromear, pero ese comentario no era solo broma; lo decía en serio… al menos un poco.
—Oh… es verdad —susurró—. ¿Y ahora qué hacemos?
Edwyn empezó a caminar de un lado a otro, golpeando el suelo con el pie como si ese ritmo le ayudara a pensar. Su mente corría más rápido que sus pasos:
No podemos dejar que lo vea. Si la ve… puede hacer preguntas. Si hace preguntas… puedo perder el control. Y si pierdo el control…diré toda la verdad...
Sacudió la cabeza y habló con determinación:
—Bueno, escucha. Átate el pelo. Todo. Dóblalo hacia atrás y haz un moño que lo cubra por completo. Ni una punta de color a la vista.
Esther lo miró como si acabara de revelarle un truco de magia.
—¡Edwyn! ¿Cómo sabes que eso se puede hacer? Increíble… hasta sabes de peinados.
Él desvió la mirada hacia su costado.
—Es lo que cualquiera hubiera pensado en un momento de apuro. Hazlo ya.
Ella lo hizo. Por suerte, solo las puntas eran de colores, así que pudo ocultarlas sin problemas. Luego se puso la ropa de Antonia. La tela estaba áspera, algo rígida, con un olor a humedad y polvo incrustado que no desaparecía ni con la respiración contenida.
Cuando se giró, Edwyn la observó detenidamente.
—Increíble… —pensó—. Con que también puede verse normal… si es que esa palabra significa algo aquí. ¿Normal? ¿Para quién? Ella vive en un futuro lleno de cosas que ni entiendo. Para ella, su normalidad es… otra. Nosotros somos los raros.
Sacudió la cabeza para espantar esos pensamientos.
—Bueno, ya que te vestiste… vamos a planear cómo van a ser estos días.
Se sentaron en la mesa. Esther apoyó los codos y cruzó las manos, pensativa.
—Sabes… Tamara me pareció… una señora muy buena. Muy consentidora.
—Sí —asintió Edwyn—. Siempre trata a todos como si fueran sus hijos. Eso también es un problema. No entiende lo de "espacio personal".
Esther resopló.
—Ni que lo digas. Me sentí invadida cuando me tomó la cara sin avisar.
Edwyn ladeó la cabeza.
—¿Y no me vas a decir qué fue lo que te dijo mientras lo hacía? ¿Qué trato hicieron?
El estómago de Esther dio un vuelco.
—No… nada más que… que…
—Que, que, que… —repitió él, cruzándose de brazos—. Siempre tartamudeas cuando quieres ocultarme algo.
Ella respiró hondo.
—Está bien. Creo que Tamara… malinterpretó algo.
—¿Malinterpretó qué? —preguntó él, ya con ceja arqueada.
Esther bajó la mirada, moviendo los dedos nerviosamente.
—Pues… dijo algo… de matrimonio arreglado.
Edwyn parpadeó. Una, dos veces.
—¿Qué?
—Pero no lo tomes en serio... ja ja. No creo que pueda decidir algo así.
Él la observó en silencio, procesando lo que acababa de oír. Su ceño se frunció poco a poco, y aunque por dentro una pequeña parte de él se debatía entre reír por lo absurdo, otra parte sentía un nudo incómodo en el pecho.
—Ella piensa que… ¿contigo? —preguntó con un tono incrédulo, como si la frase misma le supiera amarga.