El traqueteo del carruaje llenaba el silencio de la noche. Esther iba pegada a la ventanilla, observando los árboles mojados por la lluvia reciente. No apartaba la vista del camino, como si de esa forma pudiera mantener la calma. Pero cada cierto tiempo sentía los ojos de Tamara fijos en ella: una sonrisa amplia, curiosa, que de vez en cuando venía acompañada de pequeñas risillas, como si estuviera pensando en algo que prefería guardarse.
Esther, incómoda, fingía sonreír también, soltando alguna risita nerviosa, y luego volvía a girar hacia la ventana. Todo el viaje transcurrió en ese vaivén extraño, hasta que, unos minutos antes de llegar, fue Tamara quien rompió el silencio.
—Ay, Esther, eres una preciosidad. Yo siempre quise una hija como tú, pero solo tuve varones… ¡qué lástima! Pero ahora lo verás, vas a vivir como una pequeña princesa en mi casa. Sé que no somos millonarios ni tenemos el puesto más alto en la sociedad, pero de lo poco que tenemos, hemos logrado darte un cuarto digno de una chica. Te encantará.
Los ojos de Esther se abrieron de par en par, brillantes de sorpresa.
—¿En serio, seño... digo, Tamara? Ay, no se hubiera molestado, yo solo estaré con usted unos días… No entiendo por qué tantos arreglos y tanto esfuerzo por mí, y bueno... por Edwyn y por su familia.
Tamara agitó la mano, quitándole importancia, y sonrió con picardía.
—No te preocupes, muchachita. Vas a ver que todo este esfuerzo tendrá frutos. —Y se echó a reír a carcajadas.
Esther se quedó desconcertada.
—¿A qué se refiere con eso? —preguntó, con cautela.
Tamara iba a responder, pero la interrumpió Kenneth, el hijo que guiaba el carruaje
—Bueno, ya hemos llegado. Vayan bajando, tengo que darles comida a los caballos.
La puerta del carruaje se abrió con un chirrido. El aire fresco de la noche entró de golpe. La lluvia había cesado, aunque todo seguía húmedo y el suelo relucía como espejo.
Al poner un pie fuera, Esther levantó la vista y quedó impresionada, frente a ella se alzaba una cabaña espaciosa de dos pisos, hecha de madera sólida. El techo brillaba aún mojado, y de las ventanas escapaba un olor delicioso, cálido, a caldo de pollo recién hecho. Su estómago rugió; aquella sensación no la había tenido en la casa de Edwyn, donde siempre debía disimular y conformarse con lo que él comía para no delatar su presencia.
Casi sin darse cuenta, sus ojos se iluminaron cuando vio un pequeño gatito corriendo entre las sombras, con un pelaje color naranja, suave y brillante. Esther se agachó enseguida.
—¡Jamás! —exclamó sin pensarlo—. Es hermoso… bellísimo.
Tamara se cruzó de brazos, sonriendo satisfecha.
—Qué lindo que te encante este gatito. Nadie más en esta familia lo ama como yo. Este gato no está aquí para cazar ratones, es mi familia. Pero todos en esta casa lo quieren echar a patadas, ¿puedes creerlo? ¡Jamás en la vida permitiría que alguien le toque un pelo! El que ose hacerlo, se larga de mi casa.
Esther, encendida por la misma pasión, levantó la mirada con determinación.
—Así es,Tamara. No deje que nadie lo toque. La gente suele ser muy cruel con los animales… y ellos no tienen por qué sufrir las consecuencias de la maldad humana.
Los ojos de Tamara brillaron. Se inclinó hacia ella, conmovida.
—¡Exacto, muchacha, exacto! Justo eso digo yo. Nos vamos a llevar muy bien, lo presiento.
Ambas se miraron intensamente y, como si se hubieran hecho un pacto, se tomaron las manos con fuerza.
—Este gatito es el inicio de tu linda estadía por aquí —dijo Tamara, solemne.
—Cla..claro, Tamara —respondió Esther con emoción—. Muchas gracias por dejarme estar aquí. Vas a ver que no solo colaboraré en la casa, sino que también cuidaré muy bien a su hijito gatuno.
Tamara soltó una carcajada sonora.
—¡Increíble, muchachita! De verdad que hacía falta un poco más de feminidad en esta casa.
El momento fue tan intenso que Esther, de pronto, sintió un rubor de vergüenza. Aflojó las manos y giró la cara hacia un lado, pensativa:
“¿Qué tiene esta señora? ¿Cómo es que hasta yo me puse intensa como ella? Nunca me había sentido así ni siquiera con mis amigos”
Tamara, ajena al torbellino de pensamientos, palmeó sus hombros.
—Ay, seguro debes estar cansadita. Ven, te guío a tu habitación. Después yo misma te llevaré la comida. ¡Qué linda la juventud!
La condujo hacia el segundo piso. Mientras subían, Tamara habló con un dejo de resentimiento
—Esta era la habitación de mi hijo del medio. Se fue y me abandonó… nunca volvió a verme. Ese malagradecido… solo porque le fue bien en los negocios, cree que yo iba a pedirle dinero, y por eso no me visita. Los hijos varones son puros malagradecidos. Seguro si hubiera tenido una hija todo sería distinto.
Abrió la puerta y Esther entró. El cuarto la sorprendió, era acogedor, con una cama amplia, un armario con prendas femeninas de la época, y una ventana que daba al exterior, desde donde podía verse el bosque en penumbra.
Se quedó quieta, sintiendo el contraste con la choza de Edwyn.
“Él siempre durmiendo en su cama de paja… y yo, apropiándome de la suya, toda cómoda. Y ahora, mírame, en una habitación aún mejor, en condiciones que él nunca tuvo. ¿Cómo estará ahora, allá en el pueblo? ¿Será que por fin le dieron una cama digna? Ay… me siento como una garrapata. La verdad, seguro se está tomando unas vacaciones de mí. Lo cierto es que yo sí lo hacía sentir presionado y ansioso. Tal vez, estando lejos, respira más tranquilo… quizá se siente mucho mejor sin mí cerca.”
Tamara interrumpió sus pensamientos con una sonrisa.
—¿Impresionada, mi niña? Ay, me alegra tanto. Espero que duermas muy bien. Ya casi te traigo la comida.
—No, no, tranquila —respondió Esther—. Yo puedo ir a recogerla, e incluso puedo comer con usted.
Tamara abrió mucho los ojos.
—¿De veras? ¿No estás cansada? Yo pensé que ibas a querer cenar rápido y dormir.