Esther agradeció de corazón la cena, inclinando un poco la cabeza.
—Buenas noches, Tamara… todo estuvo delicioso.
Subió las escaleras despacio, cargando la vela que iluminaba con un resplandor cálido y tembloroso el pasillo oscuro. Al entrar al cuarto, cerró la puerta y se dejó caer sobre la cama, todavía con el vestido puesto. La vela quedó sobre la mesita de madera, proyectando sombras que se movían en las paredes como si tuvieran vida propia.
Recostada, repasó con la mirada cada rincón, el armario robusto, las prendas cuidadosamente dobladas, la ventana que dejaba entrar pequeñas ráfagas de viento. El lugar era tan distinto a lo que estaba acostumbrada que sentía... se sentía rara, lo que casi no le pasaba al estar en casa Edwyn.
Luego, hundiéndose en las mantas suaves, dejó que sus pensamientos la envolvieran.
“Tamara parece una mujer de confianza… Sí, una mujer que también carga sus propias heridas. Soledad. Hijos que no la valoran, familia que no aprecia lo que ella hace… pobrecita, es similar a mí”
El rostro de Edwyn cruzó su mente.
“¿Qué estará haciendo ahora mismo? Seguramente riendo y charlando con su familia en la sala. Por fin… una noche en la que puede estar con ellos, sin esconderme. ¡Ay, qué dicha! Ojalá sea así… que se sienta libre. Seguro ni siquiera me necesita. Ni siquiera le hago falta.”
Sacudió la cabeza de inmediato.
—No, no, no, no… no pensemos en eso. ¿Y qué importa? ¿Qué importa si pasa eso? —murmuró, con un tonito rápido, casi molesta consigo misma.
Se acurrucó más bajo las mantas, pero un vacío inesperado le apretó el pecho.
“Como que… me siento un poco sola. Tal vez lo que me hace falta es compañía para dormir.”
Abrió los ojos de golpe, escandalizada de sus propios pensamientos.
—¡¿Qué cosa estás diciendo Esther?! ¡No, no, no, no! —se dio unas palmaditas rápidas en las mejillas, como queriendo borrar las palabras.
Se incorporó, tomó el vaso con agua que estaba en la mesa y bebió un sorbo. Luego, en un impulso, se lo echó sobre la cara.
—¡Rayos! Estoy loca… ¿Compañía para dormir? Nunca en mi vida la he necesitado.
Se metió bajo las mantas de golpe, ocultándose de sí misma, y cerró los ojos con fuerza.
“Será mejor que me duerma ya, antes de terminar delirando más. Es lo que pasa por andar viajando a otras épocas con gente que apenas conozco…”
La vela titiló suavemente hasta apagarse. El cuarto quedó sumido en penumbra.
La noche avanzaba silenciosa en otra casa, a varios kilómetros de distancia. Allí, en el hogar de Antonia, la hermana de Edwyn. Edwyn se encontraba sentado en una silla de madera, con los brazos sobre las rodillas. El fuego de las velas temblaba sobre la mesa central, iluminando el rostro cansado de su madre, que tejía junto a su hija. Timothy, su padre, fumaba en silencio en un rincón, con el gesto pétreo de siempre, mientras Phillip, el esposo de la hermana, intentaba entablar conversación con él.
—¿Y qué, Edwyn? —preguntó Phillip con tono jovial—. Estos días el trabajo ha estado bastante duro… ¿o más llevadero?
Edwyn alzó los ojos hacia el techo ennegrecido por el humo. Respondió con calma, casi sin interés.
—Lo normal. Es el mismo trabajo de siempre. No hay muchos cambios. Sinceramente, lo único que varía es cuando la noche se convierte en día y el día en noche, y así sucesivamente. Mi vida es bastante monótona. Aunque… bueno, no me quejo, es tranquila.
Phillip soltó una risita y le dio un golpecito en el hombro.
—Me alegra oír eso. Un muchacho de tu edad, que no anda trabajando para jefes, ni buscando desposar a nadie, parece que vive sin ataduras. Créeme, Edwyn, esas cadenas sociales que nos imponen —los compromisos, los matrimonios arreglados, las apariencias— no siempre son bendiciones. Tú puedes decidir tu rumbo, y si la granja es lo más importante, adelante. Muchos envidiarían tener esa libertad.
Edwyn lo miró sorprendido, como si no esperara escuchar algo así de un hombre casado. Abrió un poco los ojos y murmuró:
—Habla más bajo… te van a escuchar.
Phillip arqueó una ceja.
—¿Y qué tendría de malo?
—Pues… —Edwyn bajó la voz— suena como si te quejaras de estar con mi hermana.
El aludido rió, pero con cierta ironía.
—Ay, Edwyn, no lo entiendes. Yo no me quejo de Antonia. Solo digo la verdad. Nos obligan. La sociedad te empuja a casarte, a formar una familia, a sostener un techo, aunque no sea lo que uno soñó. Es lo normal. ¿O no? —preguntó de pronto, girándose hacia la esposa.
Antonia levantó la vista del tejido, algo confundida.
—¿De qué hablas, Phillip?
Él se encogió de hombros, con una sonrisa ladeada.
—Ah, ¿no estabas escuchando? Ya ves, Edwyn, no había necesidad de preocuparse. Nadie nos oía.
Soltó una risa breve. Edwyn, en cambio, se quedó con el ceño fruncido, incómodo, pero trató de suavizarlo con un asentimiento.
—Sí, claro. Entiendo… —dijo con voz baja, aunque dentro de sí lo sentía más como decepción. Luego añadió, intentando sonar conciliador—. Igual sé que amas a mi hermana y que la cuidas. No creo que la lastimarías.
Phillip lo miró con cierto aire burlón.
—Mira qué maduro hablas ya, Edwyn. Cómo has crecido. Pero te diré algo: que yo la quiera o no, en realidad importa poco. Aquí lo importante es que estamos casados, formamos una familia y cumplimos con lo que se espera. Eso es todo lo que cuenta.
El corazón de Edwyn dio un vuelco. No le gustó nada cómo sonaban esas palabras. Se incorporó de golpe, soltando un suspiro largo.
—Bueno… creo que iré a dormir. Estoy cansado.
La sala quedó en silencio unos segundos mientras se levantaba y se alejaba. Phillip lo siguió con la mirada y murmuró, con una sonrisa torcida:
—Antes ni hablaba, y ahora hasta enojadito se pone, ¿verdad? —se rió con suficiencia.
—¿Por qué reaccionó así? —preguntó Antonia, confundida.
—Ah, cosas de muchachos de su edad —respondió Phillip, quitándole importancia.